FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO

La izquierda, explica el autor, se ha quedado atrapada en el franquismo retrospectivo y la fascinación por el nacionalismo, dos pretextos que socavan el entendimiento y desprecian a los rivales políticos.

PERDONEN MI malasombra, pero los sueños no son verdad. Con frecuencia, en la política como en la vida, no tienen más sostén que la ingenuidad de unos y, ay, las mentiras o las cobardías de los otros. Traigo la mala noticia porque veo a muchos bienintencionados fantaseando con la gran coalición, un acuerdo de gobierno entre los grandes partidos para hacer frente a la crisis y al nacionalismo. Lo siento, pero la gran coalición nunca será. Mejor darnos por enterados cuanto antes.

Algunos achacan la imposibilidad del pacto a nuestro ancestral encanallamiento. Los españoles somos así. Caínes sempiternos. Un recurso cultivado por cierta literatura académica, nacionalista a su pesar, bastante plomiza, acostumbrada a invocar en sus explicaciones alguna variante, más o menos camuflada, de las esencias nacionales. Confieso mi dificultad con ese género literario, metafísico antes que historiográfico, que tantas veces desbarra en especulación gratuita. Sus avales empíricos resultan siempre circunstanciales, traídos para la ocasión y solo mientras refuercen las opiniones preconcebidas, y la anatomía lógica de las explicaciones, está lejos de resultar deslumbrante. Los españoles, qué le vamos a hacer, somos como los demás. Ni espadones ni asonadas por encima del promedio. En cuanto a elecciones en el sentido moderno del término, pues una larga historia comparable a la del Reino Unido, Francia y Estados Unidos (Roberto Villa García, España en las urnas. Una historia electoral (1810-2015)) y nuestra guerra civil, una entre tantas (Javier Rodrigo y David Alegre, Comunidades Rotas). Como dirían Marx o Acemoglu, cada uno a su manera, las explicaciones han de comenzar por las condiciones materiales e institucionales. Los espíritus de los pueblos, si acaso, llegan más tarde. No hay mejor ejemplo que nuestros nacionalismos: las instituciones autonómicas no dieron cauce a unas realidades culturales asfixiadas, sino que las han creado.

En realidad, ni siquiera hay hecho diferencial a explicar, encanallamiento. Si tienen dudas, sigan la pista a las investigaciones de John Haidt, casi todas referidas a Estados Unidos, y verán en qué consiste una verdadera polarización política. Una polarización que afecta a todos por igual, incluso a los economistas académicos que, según parece, desprecian sus propias ideas cuando las escuchan en boca de políticos que detestan. El cainismo es inseparable de la política. El reto institucional consiste en encauzarlo para que las discrepancias no acaben por minar el terreno de juego. Es ahí donde nuestro sistema no parece el mejor dotado. Sobre todo, dada la naturaleza de los encanallamientos.

Se puede ver a través de los dos locus communis de nuestro ecosistema político. Los dos arrancaron como simples MacGuffins y han acabado por convertirse en los protagonistas de la obra. Para los no aficionados al cine les recuerdo que un MacGuffin es un pretexto insignificante que oficia como excusa para el avance de la trama. Lo acuñó Alfred Hitchcock y se lo desgranaba a François Truffaut en uno de los mejores libros de entrevistas que se han escrito sobre el cine, esto es, sobre la vida, para decirlo con la afortunada tesis («quien ama el cine ama la vida») del menos fatuo de los directores de la Nouvelle vague, aquella banda de petulantes que, según es tradición, tan mal han envejecido: con decirles que Alphaville, de Godard, es del mismo año que Doctor Zhivago.

El primero, el Estatut. Recuerden el hilo causal de nuestro deprimente presente: en el origen, un nuevo Estatuto, que a nadie interesaba, ni a los catalanes, que, según mostraban las encuestas –y luego confirmarían los menesterosos votos del referéndum– estábamos entre los españoles más satisfechos con nuestro nivel de autonomía, ni a los políticos, que, si acaso, hablaban de reformar el viejo Estatut y únicamente con el propósito de tarifar en Madrid. Lo contaba mejor que nadie Josep Ramoneda antes de convertirse en cupero: «La reforma del Estatuto y de la Constitución no están ni de lejos entre las principales preocupaciones de los catalanes, quienes, como es de sentido común, están mucho más preocupados por el trabajo o las pensiones» (El País, 17/12/2002). Pues bien, a lo tonto, el MacGuffin acabó por convertirse en la más poderosa arma de deslegitimación de nuestras instituciones. Seamos precisos. No fue a lo tonto, sino como resultado de un perverso diseño institucional, nacional y autonómico que extendió la patología. Los personajes del drama, al final, resultaban intercambiables. No era un nacionalista el presidente de la Generalitat que ahora hace diez años declaraba que «ningún tribunal puede jugar con los sentimientos ni con la voluntad» y que «ningún tribunal ni sentencia nos privarán de nuestros propósitos». Torra estaba en Montilla. Buda era ya Savonarola.

Y el virus ha acabado por instalarse con naturalidad en el centro de nuestra vida política. No es retórica. En estos días, hemos visto aparecer en los debates electorales televisivos a dos personajes que merecían una pregunta que nadie les hizo: ¿Y ustedes, cuyo objetivo proclamado consiste en destruir el Estado, a quienes les traen sin cuidado los intereses de andaluces o extremeños y que quieren privar de derechos de ciudadanía a buena parte de los españoles, qué pintan aquí, en un debate democrático, en el que –cada uno a su manera– estamos comprometidos con los intereses generales?

Y lo mismo me temo que ha podido suceder con Franco, ese otro MacGuffin que también puede acabar comiéndose la obra. No creo que entre aquello que estaba «atado y bien atado» se incluyeran el aborto, el divorcio, el matrimonio homosexual, los partidos simpatizantes de ETA o la imposibilidad de escolarizarse en español. El régimen del 78 es, ni más ni menos, la consumación del programa del PCE de 1956 «por la reconciliación nacional» (http://www.filosofia.org/his/h1956rn.htm ). Con un añadido: el franquismo sufrió una sanción moral que nunca ha sufrido ETA. Comparen la discreción con la que se borraron los franquistas con el protagonismo de Otegi, cada día en cada televisión y sin sombra de arrepentimiento. Sentenciando acerca de las libertades. Pero da lo mismo. Franco, siempre en los titulares, no porque alguien reclame su recuerdo –si acaso, su olvido– sino porque muchos lo manosean para poder arrojarlo a discreción. El guion que inventó el nacionalismo: «España es franquismo». Da lo mismo lo que digan las investigaciones. Por ejemplo, que los españoles, comparados con el resto de los europeos, cuando nos definimos políticamente, dudamos entre mecheviques y bolcheviques, y, en cuestiones morales, entre Sodoma y Gomorra. Tampoco que nuestra derecha haya ido comprando casi al completo el merchandising de la izquierda, incluidos algunos productos de dudosa sensibilidad no ya progresista sino elementalmente liberal, como sucede con partes sustanciales de las políticas de género y de la ley de memoria histórica. Nunca será suficiente. Poco importa que los sucesivos gobiernos del PP acabaran asumiendo las propuestas culturales de la izquierda o que la izquierda, llegada la hora y según es común en Europa, aplicara programas económicos menos socialdemócratas que la derecha. El filón de Franco no se agotaba nunca. La izquierda iba exigiendo pruebas de limpieza de sangre y la derecha cada día presentando una nueva analítica más pulcra que la anterior pero, naturalmente, siempre insuficiente, porque, también aquí se cumplía aquello de que «no se puede contentar a quien no quiere ser contentado». A la derecha simplemente se le pedía que se disculpara por existir. Y eso, al final, ya sabemos cómo acaba. A cada cual le llega su Trump desacomplejado. Ya me entienden.

EL PROBLEMA es que con esas dinámicas ya desatadas es difícil echar el freno. Entre otras razones porque ya ni se sabe de qué se habla, cuáles son las discrepancias genuinas. La izquierda se ha quedado atrapada –y hasta contenta– en los MacGuffins. Sin una idea, salvo el antifranquismo retrospectivo y la fascinación por el nacionalismo, esa delirante creencia de que, en el fondo, es la manifestación tosca de una causa justa. Y con unas direcciones políticas inanes. No hay mejor ejemplo que Podemos, un genuino producto de la peor universidad, congelada en una mitología de cartón piedra y en lecturas que eran ya viejas hace 40 años, con Franco vivo. Ahí tienen a Colau, que parece teletransportada de una asamblea universitaria de hace 50 años, descalificando a la policía que le permite seguir siendo alcaldesa de una ciudad reconocible.

Pero lo peor no son las direcciones, que responden a incentivos y están siempre atentas a ver por dónde sopla el viento, como se pudo comprobar en la manifestación constitucionalista de Barcelona, con Iceta esperando a última hora, como si estuviera detrás de una esquina a la espera de ver el número de asistentes, para elegir entre «venga, muchachos, vamos con ellos» y «hala, cada uno para su casa». Nada nuevo. Su grado de compromiso ya lo conocemos: si me apoya la derecha gratis et amore, aunque me revuelva las tripas. Eso sí, que no espere reciprocidad. Lo vimos en el País Vasco, en los días de Patxi López, y en la Badalona más reciente.

Pero, como sistematizó Albert Hirschman, el interés, mal que bien, es previsible. Egoísta, pero racional. Lo malo, lo irreparable, es que la tropa se ha quedado encandilada con los MacGuffins. Con dos MacGuffins con una particularidad: arrinconan, cuando no desprecian, al rival. Socavan, por su propio contenido, el territorio del entendimiento. Hace pocos días leía en una encuesta que los votantes del PSOE, después de un debate televisivo, preferían a Rufián antes que a Álvarez de Toledo o Arrimadas. ¡En un debate! ¡Los razonamientos de Rufián¡ Y lo peor es que no había motivos para la sorpresa: era la reacción previsible después de escuchar el trato del PSOE a unas y a otro. No descarto que hubiera un cálculo hipócrita en la dirección socialista. Quizá forma parte de la política, de la peor política. Pero los militantes son otra cosa: confiaban en sus dirigentes y se nutren a tiempo completo de los MacGuffins. Y ahora, ¿quién tiene el coraje de decirles que llevan años instalados en la ficción?

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).