La resistencia a hablar de un intento de golpe de Estado en Cataluña quita gravedad a lo sucedido

¿Qué pasó en España entre los días 6 y 7 de septiembre y el día 27 de octubre de 2017, fecha de la segunda declaración de independencia —no por confusa o inútil menos real— firmada por la mayoría independentista en el Parlamento de Cataluña? Lo discutiremos durante años sin ponernos de acuerdo: por muy serios que nos pongamos, no podemos prescindir de nuestros sesgos y afecciones. Lo normal, explica Scheler, es poner el amor antes que el conocimiento. Lo que no significa que no exista una verdad objetiva a la que aspirar, como una estrella a la que intentar atar el corazón.

Por mi parte, de algo creo estar seguro: en Cataluña hubo un intento de golpe de Estado, y es la resistencia a utilizar este sintagma —golpe-de-Estado— la que induce a bastantes, sobre todo a la izquierda, a restar gravedad a lo sucedido. No siempre los argumentos de autoridad zanjan las disputas, pero cuando se trata de la máxima autoridad, tampoco sobran. Repitamos con Hans Kelsen, el mayor teórico del Estado de derecho del siglo XX: «una revolución, en el sentido amplio de la palabra, que abarca también el golpe de Estado, es toda modificación no legítima de la Constitución —es decir, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales—, o su remplazo por otra. Desde un punto de vista jurídico, es indiferente que esa modificación se cumpla mediante un acto de fuerza dirigido contra el Gobierno legítimo, o efectuado por miembros del mismo Gobierno; que se trate de un movimiento de masas populares, o sea cumplido por un pequeño grupo de individuos. Lo decisivo es que la Constitución válida sea modificada o remplazada enteramente por una nueva Constitución, que no se encuentra prescripta en la Constitución hasta entonces válida».

Golpe de Estado, por tanto. Pero, ¿violento? Con tanta plausibilidad se puede defender que el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena se excede al atribuir violencia a los encausados como que aquellos que niegan el carácter violento del proceso se quedan cortos. El tribunal alemán, de hecho, sí ha apreciado violencia, aunque no en grado suficiente para integrar el tipo alemán (que no el español). Pero demos la vuelta a la pregunta: ¿alguien puede afirmar redondamente que el procés ha sido pacífico? ¿Qué “no se ha roto un cristal”? Yo no: no consigo reunir el cinismo necesario. Porque hemos presenciado episodios de coacción, intimidación, injurias, amenazas, xenofobia, acoso, sabotaje, vandalismo y asalto a sedes de partidos políticos y medios de comunicación. Porque hemos visto a un cuerpo armado de 16.000 agentes puesto al servicio del golpe. Un golpe novedoso, cuya novedad —Daniel Gascón lo ha llamado un “golpe posmoderno”— ha sorprendido a una democracia confiada. Porque España puede y debe defenderse del injusto cargo de autoritarismo, pero lo tiene más difícil con la tacha de ingenuidad.