De Nadal a Guardiola

ABC 12/06/17
IGNACIO CAMACHO

· Pep debió de sufrir un gran desgarro interior cuando enfundó hasta 47 veces su independentismo en la camiseta de España

LOS éxitos de Rafael Nadal son estrictamente suyos, de su mérito y de su esfuerzo. El tenis es un deporte individual en el que cada jugador está solo frente al adversario y depende en exclusiva de sí mismo. Sin embargo, toda España celebra cada triunfo de Nadal como una victoria coral, una encarnación simbólica de valores colectivos pese a que la mayoría no tenemos ni su asombrosa fuerza mental ni su determinante vigor físico. Él sabe que de algún modo nos representa; por eso nos dedica sus trofeos, comparte la gloria, se envuelve en la bandera y respeta el himno. Es consciente de que su empeño tiene detrás el empuje moral y emocional del país, que se siente gratificado con sus conquistas y protege su autoestima con el orgullo que un padre siente ante los logros de su hijo. Pero no nos engañemos; Nadal es mucho mejor que todos nosotros, que hemos organizado nuestra vida personal y nuestra convivencia social en torno a códigos y modelos muy distintos. Nosotros somos abúlicos, pesimistas, desconfiados, conformistas, igualitarios; él es diligente, biempensante, insaciable, rebelde ante la adversidad y ferozmente competitivo. Lo admiramos, y él se deja, porque es como nos gustaría ser pero nos falta carácter para adquirir una mínima parte de su singular fortaleza de principios.

Ayer, poco antes de que el tenista de Manacor alzase al cielo de París su décimo Roland Garros, otro deportista de élite leía en Barcelona un manifiesto secesionista lleno de tópicos sobre el Estado opresor y el destino manifiesto de la nación catalana. Pep Guardiola debió de sufrir un gran desgarro interior cuando enfundó hasta 47 veces sus ideas independentistas bajo la camiseta de España. Para él, según tiene declarado, se trataba de un estricto compromiso profesional, pero lo cumplía con indiscutible entrega a tenor de las emociones que expresaba en el campo; si se sentía incómodo bien lo disimulaba. Las normas deportivas le obligaban a ir a la selección igual que ahora las leyes civiles le exigen respetar la Constitución, pero al menos en aquel tiempo no se mostró proclive a desafiarlas. Quizá porque el equipo nacional (representativo del Estado-nación que según él oprime sus derechos democráticos) le proporcionaba prestigio, reconocimiento y fama. La típica doblez del nacionalismo, para el que lo suyo es sólo suyo y lo de los demás, de todos; el Estado provee las infraestructuras, la deuda pública, el marco de competición que da acceso a títulos de gran escala. Ellos se quedan con los beneficios y las obligaciones se reparten con asimetría subsidiaria.

Nadal y Guardiola se han ganado su excelencia con su talento y su espíritu de superación; nadie les ha regalado nada. El día de ayer explica, sin embargo, por qué uno goza de unánime aprecio y el otro es visto incluso por la mitad de los catalanes como un ensimismado arrogante de aureola antipática.