JAVIER ZARZALEJOS-El Correo

Hay pocas novedades en las conclusiones del PNV. Pedir el reconocimiento del derecho de autodeterminación y ofrecer al Estado una moratoria de 10, 15 o 20 años ya lo contaba Arzalluz

Es una simple casualidad que las conclusiones de la ponencia sobre autogobierno constituida en el Parlamento vasco hayan coincidido con los carnavales y que, después de alumbrarlas, buena parte de la dirección del PNV apareciera disfrazada para unirse al desparrame que precede a la Cuaresma.

Es verdad que algo de disfraz, de ropaje, de tratamiento cosmético tiene la formulación que los nacionalistas hacen al reflotar en sus conclusiones el autodenominado ‘derecho a decidir’. Tal formulación es, en sí misma, una versión vergonzante de la reivindicación de la autodeterminación, fabricada para despojar a este derecho de sus resonancias etnicistas y de su asociación con los procesos de descolonización. Al reclamar el ‘derecho a decidir’ se pretende dotar a esta exigencia de una proyección más transversal y se busca legitimarlo no como una facultad derivada de las singularidades etno-culturales en las que el nacionalismo quiere encontrar el origen de los derechos, sino en el carácter democrático de un instrumento que hace posible que una determinada comunidad vote. No es nacionalismo –se nos dice–, es simplemente democracia. ¿Votar?, como diría Ibarretxe, ¿qué hay de malo en ello? La mutación del derecho de autodeterminación en ‘derecho a decidir’ no deja de ser el reconocimiento del nacionalismo de que carece de masa crítica para sus aspiraciones finales en una sociedad que acepta ser gobernada por los nacionalistas, pero que no está dispuesta a acompañarles a la estación término que ambicionan. Las recientes elecciones en Cataluña prueban que no existe esa mayoría social independentista expresada reiteradamente, que tampoco se da en el País Vasco, con lo cual falla el presupuesto sobre el que Canadá se avino a un referéndum de secesión en Quebec, que el Tribunal Supremo canadiense admitió como derivación del principio democrático, no de una pretendida legitimidad identitaria que hiciera de la población quebequesa el sujeto del derecho de autodeterminación.

Pero, además de ausencia de una mayoría social que impulse un proyecto de secesión nítidamente nacionalista, la Unión Europea ha cambiado radicalmente el marco de referencia en el que tradicionalmente se ha movido el nacionalismo. Recuerdo a Stephan Dion, padre de la legislación de la Claridad de Canadá, responder a la pregunta de cuál era la diferencia entre España y Canadá respecto al fenómeno separatista: «El artículo 2 de la Constitución y la Unión Europea». Y continuó: «Si en Canadá hubiéramos tenido estos dos factores, no habría habido referéndum en Quebec». El independentismo catalán ha sido algo parecido al canario en la mina al mostrar los efectos destructivos de aventuras unilaterales que ni tienen cabida en la Constitución ni tienen espacio en Europa donde sólo encuentran la compañía de populismos nacionalistas extremos y eurófobos marginales.

El desvarío catalán ha puesto a los nacionalismos ante sus límites, que no son sólo jurídicos sino que se encuentran tanto en el pluralismo de las sociedades como en un marco institucional y económico de integración europea que establece un coste insoportable para cualquier proceso unilateral de secesión.

Comparado con el ‘procés’, la propuesta del PNV gana en su apariencia de moderación y el esfuerzo por legitimarla no sólo acudiendo a normas constitucionales y estatutarias –las Disposiciones Adicionales Primera y única, respectivamente– sino en el resultado ‘confederal’ que se derivaría. Alguien como el lehendakari Urkullu, que llegó a definir los terroristas como «personas que se relacionan en negativo con los derechos humanos», es lógico que cuide de que su partido no airee vieja retórica tremendista al plantear de este tema. Como no se habla de unilateralidad, ni de secesión, y cita preceptos constitucionales, insiste en el pacto y se refiere a una futura relación confederal entre el País Vasco y España como resultado del proceso, la propuesta nacionalista ha suscitado reacciones muy benévolas que tienden a subrayar las diferencias entre las conclusiones del PNV sobre el autogobierno vasco y la actuación de sus parientes catalanes en busca de una ruptura frontal de España, con esperanzas –ya se ha visto hasta qué punto infundadas– de algún tipo de reconocimiento internacional.

Sin embargo, hay pocas novedades en las conclusiones del PNV, si es que hay alguna más allá del tono más cauteloso de lo habitual. Pedir el reconocimiento del derecho autodeterminación y a cambio ofrecer al Estado una moratoria para su ejercicio de 10, 15 o 20 años es algo que Xabier Arzalluz explicaba a todo el que le quería escuchar. Recurrir de nuevo a la Disposición Adicional Primera de la Constitución como si esta fuera la chistera del mago de la que todo puede extraerse o utilizarla como una cláusula mediante la cual la Constitución admitiría su propia ruptura invocando los derechos históricos, tampoco es que sea noticia bomba en el acervo doctrinal del nacionalismo. Y esa fórmula confederal de relación por mucho que se vincule a la idea apacible de pacto es una alteración radical del marco constitucional que, desde luego, no es posible proponer como una reforma estatutaria. Ahí es donde el derecho a decidir reclamado se convierte en un juego de suma cero inaceptable según el cual todo el poder de decisión que se quiere atribuir a un sujeto más allá de su ámbito propio –en este caso la comunidad autónoma–, es el poder de decisión que tendría que perder el sujeto político soberano que no es otro que el conjunto de los ciudadnos españoles, vascos incluidos. El PNV haría bien en pensárselo antes de volver a meter a la sociedad vasca en el bucle soberanista cuyas consecuencias, por experiencia propia y ajena, nos resultan demasiado bien conocidas.