El Correo-JAVIER ZARZALEJOS

La perspectiva del tiempo puede ayudar a calibrar el insulto a la inteligencia que supone el empeño del Gobierno por hacer creer que su actuación responde a una convicción rectilínea

Felipe González acaba de decir en la campaña andaluza que rectificar es de sabios, pero rectificar todos los días es de necios. Él lo sabe bien. Protagonizó la mayor rectificación en democracia cuando pasó del «OTAN, de entrada no» a abanderar un referéndum que hizo de España el primer país de la Alianza Atlántica que confirmó su pertenencia por decisión del electorado. A González hay que reconocerle que hizo un despliegue de liderazgo que parecía temerario y que jugó aquella partida con audacia. Arrinconó a la derecha, cuya abstención no entendían sus socios europeos, y legitimó aquel giro radical en el que tradicionalmente había mantenido el PSOE poniendo su cargo y su futuro político en la mesa de aquella apuesta.

La posmodernidad, la política líquida, parece haber acabado con la idea de contradicción y, por tanto, con el valor de la rectificación como expresión de sabiduría. Nada hay que rectificar porque nada es contradictorio. Cada cuál resuelve la cuestión a su manera. Pablo Iglesias explicó en su momento que el hecho de que fuera Irán el que financiara su televisión sí representaba una contradicción, pero que las contradicciones se cabalgaban y asunto terminado. Pedro Sánchez y el PSOE niegan también que hayan rectificado nada gracias al procedimiento de dividir sus contradicciones.

El Sánchez secretario general del PSOE ve en el 1-O una «rebelión clarísima»; el Sánchez presidente, por el contrario, hace un pequeña disertación de dogmática penal desde la tribuna del Congreso para explicar por qué esos mismos hechos no son rebelión. El Sánchez secretario general advertía que los que tuvieran sociedades instrumentales para pagar menos impuestos no durarían un minuto en su ejecutiva. Luego, el portavoz socialista y ministro de Fomento, José Luis Ábalos, aclaró que una cosa son los listones éticos en el partido y otra los del Gobierno; es decir, que una cosa es la ejecutiva y otra el Ejecutivo, donde esta teoría debe haber llevado la tranquilidad a Pedro Duque, María José Rienda y parece que también a Nadia Calviño. De nuevo, contradicción, ninguna.

Las cotizaciones a los autónomos se suben y no se suben; los Presupuestos Generales del Estado se presentan y no se presentan; el Congreso es el centro de la vida política y al mismo tiempo una Cámara prescindible para gobernar por decreto. La imposibilidad de afirmar una cosa y su contraria parece un principio obsoleto de la lógica escolástica que no rige en la política, sin que ello lleve aparentes consecuencias para los que han decretado su extinción.

La política democrática que se hace en sociedades pluralistas y complejas no es un ejercicio cartesiano. Más aún, pocas cosas pueden ser tan inquietantes para los ciudadanos como un discurso político que pretenda resultar inmutable confundiendo la coherencia con la petrificación. Es verdad que rectificar es de sabios y, siguiendo con el ejemplo de González y la OTAN, también es de políticos responsables. Hay rectificaciones, como esta, que deben ser premiadas por el juicio de la historia, rectificaciones que un político de talla puede convertir en una prueba de su personalidad y del compromiso con los intereses generales por encima del partidismo. Pero para que la rectificación sea aceptable es preciso que antes se reconozca la contradicción que se quiere resolver. Era una contradicción que España aspirase a entrar en la Unión Europea sin asumir sus responsabilidades en la defensa común en aquellos tiempos de Guerra Fría. Era igualmente contradictorio que una España democrática prolongara los acuerdos de seguridad de una dictadura. Era insostenible querer estar a las maduras y no a las duras.

Si el episodio de la OTAN hubiera tenido lugar hoy, Carmen Calvo habría explicado con su incomprensible sonrisa de suficiencia que no había contradicción alguna entre lo que dijo Felipe González, «OTAN, de entrada no», y lo que defendía el presidente del Gobierno, «sí a la OTAN». La perspectiva del tiempo puede ayudar a calibrar el grado de ridículo y el insulto a la inteligencia que supone este persistente empeño del Gobierno por hacer creer que su actuación y sus declaraciones responden a una convicción rectilínea.

Como un torpe prestidigitador al que se le ve el truco, el Ejecutivo sigue cultivando este tipo de argumentación tanto más risible porque se sabe dónde está la bolita. Parece como si una mezcla de desfachatez y arrogancia les impidiera reconocer sus contradicciones, hacer frente a lo que dijeron y decir ahora que, efectivamente, han rectificado explicando por qué lo han hecho. González tenía un buen argumento, el interés general, lo que más convenía a España pero su contradicción con lo que había defendido era evidente y si aquella rectificación resultó creíble fue porque no la ocultó. Pidió a los que quisieran castigarle que lo hicieran en las elecciones generales pero no en aquel referéndum. Ganó las siguientes elecciones y vio crecer su figura como un estadista y campeón del atlantismo. Ahora, cuando hablamos de Cataluña, de los Presupuestos Generales, de los listones éticos, no estamos ante asuntos menores. Lo preocupante es que, enfrentado a sus propias contradicciones, el Gobierno socialista hoy no rectifique porque no pueda alegar que con ello sirve al interés general.