HERMANN TERTSCH-ABC

 El Rey y las víctimas son el referente ideal para el rearme moral de la nación

EL Rey de España fue premiado ayer por las víctimas del terrorismo en una ceremonia en el Museo Reina Sofía de Madrid. Lo fue con razón porque siempre, antes y después de asumir el trono, ha mostrado una inmensa empatía y permanente cercanía con todos los compatriotas que han visto sus vidas quebradas por atentados. Siempre fue así. Como ejemplo de ese compromiso solo hay que recordar su presencia este verano en las calles de Barcelona para honrar a las víctimas del atentado de las Ramblas pese al hostigamiento de la canalla separatista organizada. Los muertos demandan recuerdo, respeto y presencia y los vivos merecen apoyo, afecto y reconocimiento. Porque son, como dijo ayer Felipe VII, «el ejemplo y la memoria viva del mayor sacrificio que nuestra sociedad ha hecho por defender la libertad, la democracia, la convivencia y nuestro Estado de Derecho». Los Reyes demostraron ayer que saben muy bien lo que significan para España nuestros caídos ante el enemigo y sus familias. Mucho mejor que tantos políticos que los tratan como víctimas de accidentes a los que ignoran o utilizan según momento y conveniencia. 

Como «ejemplo y memoria viva del sacrificio», las víctimas del terrorismo son el exponente capital de la dignidad nacional. El culto a los héroes caídos da la medida de la dignidad de las grandes naciones. La presencia en la conciencia de la sociedad de estas vidas y muertes de nuestros héroes es el reflejo del respeto que nos tenemos como nación. De nuestro honor. Y del músculo moral para frotar presente y futuro. Es la autoestima imprescindible para una comunidad humana libre con vocación de crecer, prosperar, superar adversidades y tener la fuerza para defender a los débiles. Si a libertad, democracia, convivencia y Estado añadimos historia, legado y memoria, lo que tenemos es la Patria. Es palabra para muchos hoy tan hueca como la de honor. Ambas merecen volver con fuerza al vocabulario porque nada hay más actual y más necesario que la voluntad de entrega, la capacidad de sacrificio y la disposición a la defensa del bien común. 

En el ejercicio de estas tres virtudes cayeron muchas de las víctimas que ayer honró el Rey al recoger este premio. Cayeron cobardemente asesinadas y muchos recibieron un funeral semiclandestino. No fue la honra del caído sino la dignidad del Estado y de la sociedad española la maltratada. Más allá de la miserable complicidad de quienes arropaban y arropan a los asesinos, hubo mucha vergonzosa indiferencia. Y desidia. La Fundación Villacisneros reactiva ahora, con fondos privados y sin ayudas, casos de asesinatos aun impunes –¡hay 314!–. Encuentra lamentables sumarios de atentados de hace tres y cuatro lustros aun impunes que son polvorientas carpetas con apenas unos folios y unas tristes fotos, sin investigación ninguna, que revelan desidia, indolencia y lo peor, olvido. Asociaciones de víctimas y otros intentan luchar contra desinterés y desmemoria. La precaria sociedad civil que es un obstáculo para cualquier causa noble. Pero el estado de cosas no debería generar abatimiento. Hemos estado mucho peor. En 2017 ha despertado en la sociedad española un clamor en una exigencia de respeto mucho tiempo dormida. Que se expresa con la bandera nacional y la imparable demanda del fin a las afrentas a la nación, a su lengua y su integridad territorial. Buena señal es la alarma de los que viven de la debilidad y los complejos de la nación, entre separatistas como hispanófobos en el corazón de España. Insisten en las vías del fracaso centrífugo y la desunión. Pero todo indica que la nación española despierta. Los Reyes y las víctimas son los referentes perfectos para el rearme moral en esta senda de unión, autodefensa, superación y honor.