ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN

La estrategia del PSOE pasa por culpar a Podemos y Ciudadanos de la repetición electoral y forzar la abstención del PP

AUPADO a un narcisismo rayano en lo patológico, Pedro Sánchez lleva todo el verano urdiendo planes maquiavélicos. Estrategias destinadas a poner en sus manos las llaves de La Moncloa en calidad de inquilino exclusivo y plenipotenciario, tal como ansía su ambición desde que el escrutinio de abril lo proclamó vencedor de las elecciones con una mayoría escuálida de 123 diputados.

Constatada la negativa de Pablo Iglesias a entregarle su grupo parlamentario sin más contrapartida que algún florero vacío de presupuesto, la hoja de ruta trazada por el líder socialista pasa inevitablemente por otra cita con las urnas. ¿Impopular, costosa, equivalente a un clamoroso fracaso? Desde luego. De ahí la necesidad imperiosa de encontrar un chivo expiatorio sobre cuyas espaldas cargar dicha culpa. Todos los encuentros sectoriales, las entrevistas políticas, la ronda frenética de conversaciones mantenida por el candidato derrotado hasta su fugaz retiro en Doñana no han tenido otra finalidad que la de tratar de exculparse del bloqueo al que nos ha conducido su incapacidad de encontrar aliados. El mensaje transmitido machaconamente por tierra mar y aire, que oiremos con renovado brío a partir de ahora, es el siguiente: si España carece a estas alturas de un gobierno propiamente dicho no es porque el líder socialista sea un incompetente, sino porque su socio natural, Podemos, está obsesionado con las poltronas

y el que habría podido garantizar una mayoría estable, Ciudadanos, ha rechazado irresponsablemente desempeñar la función de muleta a la que estaba llamado. O sea que los únicos y peligrosos malvados de esta película son, por este orden, Pablo Iglesias y Albert Rivera, que pagarán muy cara esta obstinación antipatriótica cuando su falta de cooperación, y no la inoperancia de Sánchez, nos obliguen a volver a votar a finales de noviembre.

En su análisis, el presidente en funciones imagina para entonces un escenario terriblemente convulso en lo territorial, con el independentismo catalán en pie de guerra, secundado por sus filiales valenciana y balear, Navarra rehén del independentismo vasco y la economía y el empleo en caída libre, lastrados por una crisis cuyos nubarrones tiñen ya de negro buena parte del cielo europeo. Una tempestad en la cual él, Sánchez, se ve a sí mismo formando trío protagonista con Alemania y Francia en el empeño de salvar a la Unión amenazada. Lo que a ojos de cualquier ciudadano de bien constituye un horizonte aterrador, para el máximo dirigente socialista representa una oportunidad de oro. Su mejor baza con vistas a doblegar la resistencia de Pablo Casado a facilitar su investidura mediante una abstención, siguiendo el ejemplo del PSOE en 2015. Las baterías mediáticas de la izquierda bendecirían esa postura, desde luego. El PP abandonaría el papel oficial de «facha», que pasaría a desempeñar Cs, a duo con Vox. Sería un feliz regreso al turnismo bipartidista… en el análisis sanchista, por supuesto. En su delirio. Porque lo que dice el consenso demoscópico es que, en el mejor de los supuestos, el Partido Socialista no pasaría de los 140 escaños en unos nuevos comicios, muy alejados de los 176 que precisa. Todo seguiría por tanto exactamente igual y dependería de una eventual claudicación popular, tanto más improbable cuanto que los votantes defraudados por semejante decisión hallarían confortable refugio en cualquiera de las dos opciones situadas a izquierda y derecha de dicho grupo. Lo único que no se ha planteado Sánchez, hasta la fecha, es bajarse del pedestal, por más que el interés de España le exija dar ese paso. Ojalá no tengamos que regresar al barro en que nos dejó Zapatero para que sean los españoles quienes le apeen del burro.