ABC-IGNACIO CAMACHO

Sánchez tiende a orillar a los partidos cuando concede al tejido asociativo civil el rango implícito de sujeto político

TODO el mundo censura, con razón, a Boris Johnson por el cerrojazo que le ha pegado a Westminter en un verdadero golpe de mano, pero en España el Congreso lleva varios meses paralizado porque el presidente del Gobierno ha dado a Meritxell Batet la orden de que mientras no haya investidura le saque de encima el control parlamentario. Con el agravante de que el propio Sánchez puso un recurso constitucional a Rajoy por el mismo motivo y lo acabó ganando; ahora no se siente concernido por el veredicto que él mismo había solicitado. A los dirigentes posmodernos, contaminados de populismo y acostumbrados a explicarse en la televisión y las redes sociales, les parecen un engorro los mecanismos de salvaguarda y fiscalización con que las democracias liberales han construido su complejo sistema de contrapesos y de responsabilidades. Y poco a poco están reinventando regímenes personalistas que suprimen u orillan los equilibrios institucionales para moldear liderazgos basados en el caudillaje. Se sienten investidos de una legitimidad directa que les exime de trámites formalistas y otros fastidiosos detalles.

En ese peligrosa línea de ensimismamiento progresivo, Sánchez ha desempolvado también una suerte de democracia orgánica que tiende a prescindir del papel de los partidos. Sólo que en vez de basarse en la familia, los sindicatos y los municipios ha apelado a un confuso magma sectorial de plataformas, lobbies, asociaciones y colectivos para simular un andamiaje de sociedad civil al que concede en la práctica rango de sujeto político. Se da sin embargo la antipática circunstancia de que, en sentido estricto, los integrantes de todo ese conglomerado de entidades, gremios, observatorios, agrupaciones y círculos, presunta médula social del país, no se representan más que a sí mismos. Es decir, que nadie los ha elegido. Y además, la existencia de un amplio tejido de subvenciones los convierte en meros satélites del poder ejecutivo. Por tanto, sus criterios pueden y deben ser oídos, pero de ningún modo sirven para suplantar a los únicos interlocutores legítimos que obtienen en las urnas un mandato representativo. Que es lo que el presidente intenta mediante el mensaje implícito de que cuenta con el apoyo corporativo de toda la médula social del sedicente progresismo.

Porque de eso trataba la sofisticada puesta en escena de reuniones, entrevistas y charlas veraniegas. De transmitirle a Podemos la idea de que el Gobierno tiene a su favor el consenso civil de la izquierda, lo que en el lenguaje socialista equivale a la sociedad entera. Pero en el proceso se le ha transparentado la tendencia, que ya mostró en las primarias internas, a creer que sus atribuciones proceden de una encomienda popular directa. Y ese camino conduce, en su forma extrema, a saltarse las reglas que desde la Revolución francesa fundamentan la estructura democrática moderna.