Javier Tajadura-El Correo

La sentencia del caso de ‘La Manada’ reviste una importancia decisiva para el fallo que el mismo Tribunal habrá de dictar en el caso del ‘procés’

Aunque resulte tópico afirmar que la finalidad del Derecho sea hacer justicia, es preciso recordar que su fin primordial es lograr la paz. El Estado moderno -y con él su Derecho- surgió para poner fin a las guerras de religión y asumió como nota distintiva «el monopolio de la violencia física legítima» como bien advirtiera M. Weber. El alumbramiento del Estado moderno supuso desterrar para siempre la «violencia privada». A partir de entonces, los poderes públicos se erigieron en los únicos sujetos legitimados para ejercer violencia, como último recurso, para garantizar el cumplimiento del derecho y la supervivencia del Estado. Cualquier ejercicio de violencia privada (exceptuada la legítima defensa) quedó prohibido. Esto sigue siendo así en el Estado Constitucional de nuestros días y es lo que explica que todos los particulares que incurran en conductas violentas hayan de comparecer ante un juez penal.

El cumplimiento de muchos objetivos, deseos o aspiraciones humanos resulta completamente legítimo cuando se persigue pacíficamente. En cambio, intentar lograrlos de forma violenta suele estar tipificado expresamente como un delito. Desde la perspectiva del Derecho Penal, por tanto, la descripción de un fenómeno o categoría aparentemente impreciso o indeterminado como es la ‘violencia’ resulta fundamental y determinante para la apreciación de numerosos delitos. Y desde esta óptica, la sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo en el que los siete magistrados que la integraban revocaron -por unanimidad- las muy discutibles sentencias dictadas en instancias inferiores sobre el controvertido caso de ‘La Manada’ reviste una importancia fundamental.

Si no hay violencia no puede haber delito de agresión sexual, ni tampoco puede haberlo de rebelión, por citar solo un par de ejemplos muy significativos. La controvertida sentencia dictada por la Audiencia navarra y confirmada por el Tribunal Superior de Justicia de dicha comunidad consideró que no hubo agresión sexual porque faltó una violencia explícita, física, constatable. Ciertamente los partes médicos no constataron la existencia de graves heridas fruto de un enfrentamiento o forcejeo violento, ni tampoco los agresores utilizaron armas para someter a su víctima. Pero era evidente, y así lo ha confirmado el Alto Tribunal, que hubo una «violencia intimidatoria». No hubo ningún golpe, ninguna amenaza, pero hubo violencia y de gran intensidad. La mera presencia de cinco jóvenes corpulentos en un angosto portal ejerció sobre la víctima un ambiente intimidatorio que puede y debe calificarse jurídicamente como «violencia» a los efectos de calificar el delito como una agresión (y no como un mero abuso sexual).

Las sentencias de las instancias inferiores colocaban realmente a la víctima en una situación de indefensión. Baste recordar otro caso tristemente célebre también ocurrido en Pamplona durante los Sanfermines de 2008, la salvaje violación y brutal asesinato (aunque un jurado ingenuo persuadido por un buen abogado negó tal calificación jurídica) de Nagore Lafagge. Allí hubo violencia física, explícita, brutal. La resistencia de la víctima fue tal que su agresor acabó matándola. Y fue condenado a una pena de 12 años de los que cumplió tan solo 8. Todos los convenios internacionales de protección a las mujeres recomiendan a las víctimas de delitos sexuales no oponer una resistencia heroica que pueda poner en peligro sus vidas. Nagore Lafagge la opuso y tuvo una muerte atroz. El Tribunal Supremo en esta meritoria y decisiva sentencia ha afirmado con claridad y contundencia que el Derecho penal no exige a las mujeres esta resistencia. La joven violada por ‘La Manada’ fue sometida a una violencia intimidatoria que se tradujo en su sometimiento. Sometimiento que en modo alguno puede confundirse con un consentimiento ni siquiera tácito o viciado. No hubo consentimiento. Hubo violencia. Se trató de una agresión sexual. El Estado de Derecho ha funcionado correctamente a través de sus propios mecanismos de corrección de errores: el sistema de recursos.

Por otro lado, esta sentencia reviste una importancia decisiva para la que el mismo Tribunal habrá de dictar en el caso del ‘procés’. Mantener relaciones sexuales con el mutuo consentimiento de los interesados es un objetivo legítimo y loable, que se convierte en delito cuando media la violencia. De la misma forma, derogar la Constitución de 1978 o desgajar a Cataluña de España es un comportamiento legítimo (según la discutible teoría del Tribunal Constitucional) siempre que se siga el procedimiento previsto para ello: el artículo 168 de la Constitución, pero se convierte en delictivo (rebelión) cuando media la violencia. Y de la misma forma que en el caso de las agresiones sexuales, la violencia no tiene que ser explícita, basta la «violencia intimidatoria» de masas callejeras movilizadas al servicio de una insurrección.

En este contexto, conviene recordar que los diputados de la minoría catalana presentaron una enmienda para reducir el alcance del tipo penal que fue rechazada. Querían añadir que el delito de rebelión es un alzamiento violento «y con armas». Se rechazó porque se dijo que cabe rebelión sin armas. Y se estableció la rebelión armada como un tipo agravado.

En definitiva, la violencia -ha dicho el Tribunal Supremo- es un concepto amplio. Esta doctrina tendrá consecuencias sobre la sentencia del ‘procés’.