MANUEL ÁLVAREZ TARDÍO-EL MUNDO

El autor alerta sobre el peligro que supone para la creación de la identidad política, el desplazamiento del PSOE hacia posturas radicales que no solo cuestionan la Guerra y la dictadura, sino también el periodo constituyente de 1978.

LOS ÚLTIMOS DÍAS de los dirigentes socialistas en el Gobierno de la Junta de Andalucía tuvieron que ser frenéticos. Durante las negociaciones para la investidura Vox reclamó la derogación de la ley 2/2017, de Memoria Histórica y Democrática de Andalucía. Ante la posibilidad de que el PP se lo tomara en serio, el patio político, cultural y mediático de las izquierdas puso el grito en el cielo. Las condiciones eran adecuadas para la sobreactuación: en plena ola de aspavientos por el ascenso de la «extrema derecha», cómo no advertir sobre el riesgo que corría la Memoria Democrática. Además, cómo no aprovecharse de un PP errático que pasaba de la indiferencia –ese asunto no había estado en su programa– a una improvisada propuesta de ley de Concordia.

Ante esta «terrible» consecuencia de la alternancia democrática, la Dirección General de la Memoria Democrática se apresuró a publicar en el Boletín andaluz algunos desarrollos en materia de Lugares de Memoria Democrática. Esta actitud es significativa de la importancia que las izquierdas han concedido siempre a las cuestiones culturales. Contrasta vivamente con el comportamiento reciente de la derecha en el gobierno limitándose a criogenizar el tinglado de la Memoria. En el caso de Andalucía, una lectura detenida de la ley 2/2017 muestra que para el PSOE este no es un asunto menor. Hace tiempo que empezó a competir con la izquierda antiliberal y anticapitalista para no perder el voto de los frustrados con la democracia realmente existente. Al hilo de la peligrosa senda abierta por Rodríguez Zapatero, necesita demostrar que el posibilismo de los tiempos de González y la Transición está muerto. Además, eso de la Memoria refuerza esa confortable sensación de estar por encima de sus adversarios con independencia de los resultados electorales.

La exposición de motivos de la ley 2/2017 es una manifestación tan elocuente del uso político del pasado que lo llamativo no es que sea un recién llegado como Vox el que quiera aglutinar a los descontentos prometiendo su derogación, sino que el Partido Popular y Ciudadanos se abstuvieran cuando se aprobó. En el segundo se disculpa por su condición de socio de investidura de los socialistas en 2015, amén de por su perfil camaleónico cuando se trata de ciertas cuestiones. En el caso del PP podría parecer un enigma digno de investigación doctoral, pero tal vez no sea para tanto.

El partido conservador es una organización que, pese a sus refundaciones, nunca ha encontrado una forma cómoda de relacionarse con el pasado. Podría decirse que le incomoda hablar sobre la violencia de la posguerra y otros aspectos de la dictadura e incluso de la Transición. Pero el problema va más allá de sus filas. El avance progresivo de los denunciantes de un «olvido transicional» ha arrinconado a las voces moderadas del socialismo que pedían que no se confundiera Memoria e Historia. Aunque Podemos no haya logrado el ansiado sorpasso, en materia cultural los grupos y asociaciones que le son próximos han puesto al PSOE contra las cuerdas. Que los populares, remisos a estas cuestiones, estén sobrepasados, es normal; se han ido encerrando en una posición de reivindicación de la Transición y la amnistía en la que se están quedando solos.

Susana Díaz pasará a la historia por la aprobación de la ley 2/2017. Y no porque con ella haya derrotado a un tímido PP, sino porque, por primera vez, ha llevado a su partido a donde querían verlo los impugnadores de la Transición. La ley afirma con la arrogancia propia de la izquierda radical que: «Es imprescindible que no quede en el olvido el legado histórico de la Segunda República Española, como el antecedente más importante de nuestra actual experiencia democrática». Pero lo hace, además, desbordando algunos límites que el PSOE de Rodríguez Zapatero no quiso cruzar en 2007: no hay una defensa explícita de la ley de amnistía de 1977 y se considera que «el derecho a conocer» la «verdad» no se refiere sólo a los crímenes relacionados con la Guerra y la dictadura franquista, sino que abarca también los años previos a la aprobación de la Constitución. Es decir, como se venía reclamando en los entornos asociativos de la izquierda radical, el PSOE de Díaz reconoce implícitamente que el período constituyente, en el que se fragua la concordia que reivindica el PP, es parte del problema por ser una continuación de la dictadura.

A partir de esto, el PP y Cs deberían entender que ya no se trata (solamente) de un debate técnico sobre cómo facilitar la exhumación de las víctimas no identificadas, promocionar las actividades rigurosas y fiscalizadas de investigación histórica o mejorar el acceso de los investigadores a los archivos. El desafío es otro. El desplazamiento de uno de los puntales del acuerdo constituyente hacia posiciones radicales cambia el juego. Es una manifestación de lo que el partido conservador no ha querido ver en estos últimos años: la disputa cultural puede parecer irrelevante a tenor de las preocupaciones expresadas por los españoles en las encuestas, pero sirve a medio y largo plazo para modificar la forma en que los ciudadanos dotan de significado a su identidad política. El discurso tramposo y maniqueo de los impugnadores de la Transición ha colonizado el campo de la izquierda hasta arrinconar a los que confiaban en que prevalecería la Historia sobre la Memoria. La ley 2/2017 es elocuente: deja en manos de una comisión política la decisión sobre lo que es verdad o mentira respecto del uso de la violencia en el pasado; apela constantemente a la Memoria y margina el valor de la Historia como ciencia productora de certidumbres; y pontifica sobre el pasado, repartiendo credenciales de demócrata en función de una interpretación partidista de lo ocurrido entre 1931 y 1939.

Siempre se habla de la derrota cultural del PP, pero la del PSOE es clamorosa. En estas circunstancias, cabe preguntarse si el partido conservador debe hacer bandera de una ley de reconciliación. Porque, cuanto más insista en este punto, más corre el riesgo de dejar el campo abierto para que la derecha radical arrastre a quienes ya no quieren escuchar los motivos del pacto constituyente, sino hablar de la irritante utilización partidista del pasado a la que se está prestando el PSOE. No significa esto que el PP pueda permitirse abandonar la moderación y el legado de la Transición, pero ha caído en aguas pantanosas: con el PSOE fuera del consenso, cuanto más reivindique la concordia, más armará ideológicamente a la izquierda radical y desarmará a los suyos.

PORQUE LA IDEAde concordia sólo tiene sentido en un contexto en el que dos partes asumen previamente su cuota de responsabilidad por el pasado. Si la izquierda radical ha llevado al PSOE a una posición en la que la «cultura democrática» solo es patrimonio de quienes se declaren herederos de la Segunda República y, por derivación, de una caricatura del antifranquismo, cabe esperar que llegue pronto el día en que el PP y Cs no encuentren un interlocutor dispuesto a justificar la aprobación de ley de amnistía de 1977. Si el PP no es el heredero del franquismo, como es evidente, no tiene tampoco la obligación de ser un partido aferrado a la nostalgia de la Transición. Para fortalecer la democracia tiene también que ocuparse de la identidad política de aquellos a los que quiere movilizar; y hacerlo aconseja acostumbrarse a hablar más y mejor sobre el pasado. Se puede defender sin histrionismos la derogación de la ley 2/2017. Se pueden promover, además, normas que incentiven la investigación de la violencia, e incluso que persigan la apología de ideologías y regímenes dictatoriales sea cual sea su origen. Lo que no se puede es aferrarse a una bandera simbólica como la reconciliación cuando se constata que ese registro no opera en los mismos términos que en 1978: muchos ciudadanos han sido o están siendo socializados en la idea de que las derechas impidieron la construcción de la democracia en España y las izquierdas, víctimas de la represión y la dictadura, transigieron aun a costa de su propia Memoria. Con esas claves, no es difícil que otros les convenzan de que la reconciliación fue un trágala de las derechas para imponer una Transición sin justicia ni reparación. Así, el PP se enfrenta a lo que no ha sabido evitar: la debilidad de los supuestos culturales que aportan sentido a su defensa de la reconciliación.

Manuel Álvarez Tardío es catedrático de Historia del Pensamiento y los Movimientos Sociales y Políticosde la URJC.