ELISA DE LA NUEZ – EL MUNDO

· El ‘artefacto jurídico’ que el Parlament trata de poner en marcha para imponer su república y afirma que la respuesta de la ciudadanía al desafío secesionista es tan importante como la política.

Decía el famoso jurista alemán Ihering que la piedra de toque más segura para juzgar a un pueblo es su reacción ante una vulneración de su Derecho. En España vamos a tener ocasión de pasar ese test en breve, de manera que podremos comprobar qué importancia le concedemos a nuestro Estado democrático de Derecho ante la amenaza que supone la próxima aprobación por el Parlament catalán de una Ley de desconexión (la denominada ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república) y de la celebración de un referéndum ilegal. Todo sin ninguna de las garantías que en cualquier democracia seria se consideran imprescindibles para que el resultado resulte vinculante no ya jurídicamente sino incluso políticamente. Por eso el nombre de ley de desconexión parece especialmente acertado en la medida en que los secesionistas pretenden no solo desconectarse de España y de su ordenamiento jurídico, sino también del Derecho.

Efectivamente, hemos podido constatar que el legítimo Gobierno catalán nacido de las elecciones de 2015 ha decidido prescindir por las bravas del fundamento último de su propia legitimidad, es decir, de la Constitución, el Estatuto de Autonomía y del resto del ordenamiento jurídico vigente en la medida en que contradiga el objetivo de la secesión unilateral. Es decir, han decidido prescindir del Derecho. Y lo están haciendo además de forma bastante burda y grosera, utilizando esta expresión tanto en sentido coloquial como en sentido técnico-jurídico. Porque este artefacto jurídico no resiste un análisis riguroso ni desde el punto de vista material ni desde el punto de vista formal. Por esa razón, creo sinceramente que no merece la pena detenerse en el análisis técnico de un ley que, pese a su pomposa denominación y aunque acabe publicada en un boletín oficial, no es posible considerar como Derecho ni puede producir efectos jurídicos.

Conviene insistir en que tanto por el procedimiento de aprobación establecido como por su contenido se trata de instrumentos normativos que desconocen profundamente los principios esenciales en que se fundamenta un Estado democrático de Derecho. Y es que no todo vale con tal de conseguir un objetivo político poco realista como es constituir de la noche a la mañana una nueva República catalana surgida de la nada. No se trata solo de que no sea posible hacerlo respetando las vías establecidas en la Constitución, Estatuto de Autonomía y demás normas de nuestro ordenamiento jurídico, lo que es evidente y ni se desconoce ni se niega por los secesionistas. Es que tampoco lo es porque su contenido resulta de aplicación imposible en una democracia. Si mañana el Parlamento catalán aprueba una ley declarando que a partir de ahora el Rosellón forma parte de la nueva República catalana podemos pensar legítimamente que se trata en el mejor de los casos de una ensoñación y en el peor de una provocación.

Lo que ocurre sencillamente es que el Estado de Derecho es muy exigente porque los jugadores políticos tienen que respetar unas reglas determinadas, entre otras las que garantizan el pluralismo político y el respeto a las minorías, la separación de poderes o la neutralidad de las Administraciones Públicas por citar algunos ejemplos que la llamada ley de desconexión vulnera frontalmente. Pero es que, además, las normas operan en un contexto determinado, en el que existen determinadas condiciones materiales que permiten o imposibilitan su aplicación. Por eso, aunque se disponga de mayoría absoluta prohibir la ley de la gravedad en un determinado territorio no es posible. O dicho de otra forma, solo es posible sobre el papel, pero no altera la realidad que no se puede ignorar o despreciar por muchos escaños que se tengan.

Por seguir poniendo ejemplos ¿Podría aprobarse en la nueva República una Ley que decretase la expulsión de la nueva Administración catalana de todos los residentes que no vayan a votar el 1 de octubre? Al fin y al cabo, desde la óptica secesionista está claro que son unos franquistas o al menos unos unionistas peligrosos. ¿O una ley que decidiese la expropiación inmediata de todos sus bienes patrimoniales por la misma razón? ¿O la que prohibiese los matrimonios mixtos entre independentistas y unionistas? Para los que consideren que estos ejemplos son descabellados o, peor aún, recuerdan demasiado a los de épocas felizmente superadas conviene recordar que cuando una democracia se desmorona, los gobernantes pueden hacer prácticamente cualquier cosa que se les antoje, dado que desaparecen todos los contrapesos, los famosos checks and balances. Y eso es exactamente lo que suele ocurrir, aunque la Historia también nos enseña que no sucede de un día para otro. Se van dando los pasos poco a poco hasta que desaparecen completamente las garantías que protegían a los ciudadanos de la arbitrariedad del Poder. Que no son otras que las reglas del Estado de Derecho.

Por tanto, con la llamada ley de desconexión y el referéndum ilegal se culmina un proceso –nunca mejor dicho– en la que las élites que detentan el poder en Cataluña han decidido abandonar las rutas conocidas para conseguir sus objetivos políticos y lanzarse campo a través. Se intuye que así no se llega a Dinamarca pero probablemente sí se alcance por la vía rápida al grupo de las denominadas democracias iliberales, eufemismo para referirse a regímenes que siendo originariamente democráticos están transitando hacia modelos autoritarios en los que se pretende prescindir de algunas reglas básicas de una democracia. En estos países (Turquía, Polonia, Hungría) los gobernantes han llegado al poder por medio de elecciones libres pero adoptan decisiones que son propias de regímenes autocráticos y que van minando sus democracias y sus Estados de Derecho.

La libertad de expresión y de prensa y la separación de poderes suelen ser los primeros objetivos a batir por los aspirantes a construir una sociedad nueva y a perpetuarse en el poder. Los funcionarios neutrales, la sociedad civil y las minorías disidentes suelen ir detrás. No ocurre por casualidad. Y es que la democracia implica la aceptación del pluralismo político y es incompatible con el pensamiento único y las verdades absolutas, por amplias que sean las mayorías que respalden este tipo de proyectos mesiánicos. La democracia siempre implica la posibilidad de criticar al que manda, controlarle y exigirle rendición de cuentas. En definitiva, implica la garantía del respeto de las reglas del juego, por incómodas que resulten al gobernante de turno para realizar su proyecto.

En fin, quizás lo más interesante es poner de manifiesto que no procede reconocer la categoría de Derecho ni de Ley a textos como el que quiere aprobar el Parlament catalán por la sencilla razón de que no merecen ni jurídica ni democráticamente la condición de tal. Al fin y al cabo cualquiera puede escribir un texto más o menos técnico –más menos que más en este caso– recogiendo sus deseos políticos más fervientes. Puede hacerlo en la cafetería del Parlament, en una Comisión o incluso en el propio Salón de plenos. Esto puede incluir jugar al ratón y al gato con el Tribunal Constitucional (cuya autoridad se pretende desconocer pero al que también se recurre cuando conviene) o la aprobación de un procedimiento introduciendo triquiñuelas para vulnerar las reglas elementales de la transparencia, el respeto al pluralismo político y los derechos de las minorías. Pero que el resultado de estos trucos sea equiparable a una Ley democrática es algo muy discutible. Entre otras cosas porque las auténticas Leyes siempre corren el riesgo de no aprobarse o de sufrir cambios por el camino. Enojosas servidumbres de la democracia.

Dicho lo anterior, está claro que no es fácil articular jurídicamente el deseo de independencia de una parte de la sociedad catalana. Pero no porque la Constitución española sea un corsé rígido que no se puede reformar –ya hemos visto que si hay acuerdo político suficiente se puede hacer muy rápidamente– o porque sea imposible establecer mecanismos jurídicos adecuados para realizar un referéndum con todas las garantías legales, sino por la sencilla razón de que los requisitos son muy exigentes y las mayorías políticas y los acuerdos que hay que alcanzar son muy complejos. De nuevo, son servidumbres de los Estados democráticos de Derecho que un Estado autoritario no tiene que soportar. Para los españoles que lo hemos conocido de primera mano es, sin duda, una buena noticia el que realizar una consulta legal sobre el deseo de independencia de una parte de la ciudadanía catalana resulte tan complicado porque quiere decir que vivimos en una democracia.

Por eso es tan importante la reacción de los ciudadanos españoles en general y de los catalanes en particular ante una vulneración de esta magnitud de nuestro Derecho. No se trata solo de preguntarnos cómo van a actuar los poderes encargados de velar por la defensa del Estado de Derecho; esperemos que lo hagan respetando las reglas vigentes. Se trata también o sobre todo –como recordaba Fernando Savater en relación con la actitud de los ciudadanos del País Vasco en la época de los asesinatos de ETA– de preguntarnos qué vamos a hacer nosotros. De nuestra respuesta en defensa de nuestro Derecho dependerá en gran parte el futuro de nuestra democracia.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay Derecho? y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.