Rubén Amón-El País

La comisión parlamentaria de Unidos Podemos y los soberanistas aspira a “derrocar” la Corona

El hedor que va a proporcionarnos la exhumación de Franco aspira a corromper la credibilidad de la Monarquía. Está bien que al infecto caudillo se lo despoje de un lugar de culto megalómano, hortera, extemporáneo, pero la regresión al franquismo y la necrofilia que practican tanto Unidos Podemos como los partidos soberanistas pretenden cuestionar la legitimidad de la sucesión en la jefatura del Estado, más o menos como si la Corona proviniera de un pecado original inaceptable que debe purgarse y expiarse en perfecta sincronía con el desentierro del caudillo.

Es el contexto justiciero en el que adquieren un valor instrumental las presuntas fechorías del rey Juan Carlos —la Justicia debe aclararlas— porque consienten a Pablo Iglesias y a los aliados del sabotaje monárquico cuestionar implícitamente a Felipe VI, no ya validando como dogma los dosieres tóxicos del comisario Villarejo, sino ubicando al monarca contemporáneo en un laberinto incendiado: el linaje franquista, los delitos del cuñado Urdangarin y las grabaciones de Corinna que atribuyen al padre un archipiélago feudal de paraísos fiscales.

La abdicación de Juan Carlos conllevaba un ejercicio de inmolación más o menos abstracto, pero también suponía la renuncia de la inviolabilidad. No con sentido retrospectivo. Y sí vulnerable desde que entregó el cetro a su hijo en 2014. Es la razón por la que resultan comprometedoras, “punibles”, las grabaciones. Y el motivo por el que Unidos Podemos y los nacionalistas urgen una comisión parlamentaria cuyas ambiciones trascienden el juicio “póstumo” del monarca emérito.

El objetivo no es Juan Carlos, sino la Monarquía. No la reconoce el president Torra como despecho al discurso del 3 de octubre, como exégesis constitucional y como garantía de la unidad nacional, pero tampoco la aceptan los aliados más estrechos de Pedro Sánchez. Iglesias se ha propuesto acabar con el “régimen del 78” y evacuar la anomalía hereditaria que supuso la transición de un tirano a un monarca, no ya relativizando los prodigios y las cesiones de aquel proceso democrático, sino sobreentendiendo que prevalece en España un anacronismo absolutista al que debe ponerse remedio aprovechando el maridaje de la izquierda y el soberanismo.

La precariedad de la “mayoría” socialista ha exigido diferentes contraprestaciones y forzaduras —RTVE, acercamiento de presos…—, pero la conspiración republicana establece un límite infranqueable, precisamente porque las fuerzas independentistas y Unidos Podemos han observado la oportunidad de un cortocircuito entre La Moncloa y La Zarzuela, acaso embrionario de una crisis institucional y de una revolución en el modelo territorial y de convivencia.

No parece probable que Pedro Sánchez acceda al chantaje ni a la trampa. Las propias convicciones constitucionales, el sentido de Estado del PSOE y la garantía de su guardia pretoriana —Ábalos, Calvo, Borrell…— preservan la lealtad a Felipe VI y el fervor a la Monarquía parlamentaria, pero la tentación de sumarse a una comisión “juancarlista” en la Cámara Baja predispone un ejercicio de cooperación en el verdadero objetivo de Iglesias: aprovechar el desentierro de Franco para enterrar la Monarquía. E inaugurar la tercera república sobre los huesos de los Borbones.