JOSEBA ARREGI-El Correo

La vida social es una sucesión de manifestaciones continuas de nuevas multitudes sucesivas: el 15-M, el 8-M o los sábados de los pensionistas son hitos que marcan el futuro

No estoy seguro de que todos los que citan a Zygmunt Baumann, el sociólogo polaco fallecido no hace mucho, hayan leído suficiente de este pensador para saber lo que significa lo que citan. La palabra que más citan es la de «modernidad líquida». Su significado: todo lo que conforma la cultura moderna ha dejado de ser sólido y ya es como el agua, algo que fluye, corre, toma la forma del continente que la atrapa. Pero de por sí no tiene forma pudiendo adquirir cualquiera, es decir que es omnipotencial, que puede ser cualquier cosa y no es nada al mismo tiempo.

Repito, no sé si todos los que citan a Baumann llegan a comprender lo que implica la modernidad líquida. Hay que recordar que el mismo pensador también escribe que en la cultura moderna los hombres han sustituido la fe en la inmortalidad por la fe en la familia y en la nación, colectivos ambos que prometen la misma eternidad, aunque en el caso de la familia se haya convertido en algo tan líquido o más que otros factores de la cultura moderna, mientras que la nación, sea lo que sea, parece sobrevivir como fundamento de solidez para muchos individuos que parecen soportar mal la modernidad. Esta modernidad que parece contradecir lo que afirmaba otro sociólogo, alemán este, Niklas Luhmann, de la religión –y de todos sus sustitutos–: un mecanismo de reducción de complejidad. Lo que impica esta afirmación: el ser humano es complejo porque la naturaleza le ha sacado definitivamente de la ‘simpleza’ del comportamiento sujeto a instintos relativamente seguros y mecánicos. Si lo radical humano es la complejidad, la otra cara de la complejidad es la necesidad de desarrollar mecanismos para reducirla y hacer posible, incluso en el plano biológico, la vida humana. La religión sirvió para ello, y sirven igualmente todos sus sustitutos, incluso aquellos que desarrollan algunas culturas con el ánimo de dejar atrás incluso la necesidad misma de reducir la complejidad, que es lo mismo que querer dejar atrás la mitad de lo que constituye al ser humano.

Las palabras del título conforman una ecuación en la que la cultura actual, esto que llamamos post modernismo y que Walter Benjamin definiría como el momento en el que en su exageración muestra su verdad profunda, pretende ambas cosas a la vez: elevar la subjetividad de los deseos a la gloria máxima, al tiempo que busca para ella la solidez que se le supone a todo derecho humano. La cultura moderna descubre casi al mismo tiempo la objetividad de la razón universal (Kant) y la particularidad suprema de los sentimientos (Rousseau), y desde entonces va conformando su propia tragedia, la de no querer renunciar a ninguno de los dos. Al pienso luego existo de Descartes se le ha impuesto el siento luego tengo derechos. La cultura actual pretende la universalidad de la razón y de los derechos humanos pero en la particularidad de la identidad y del sentimiento particular. A la universalidad del ciudadano le ha contrapuesto una fuerza mucho mayor: la particularidad de las políticas de identidad, sea identidad religiosa, de género, territorial, etnolingüística, social o incluso de salud.

Esta cultura que vivimos ha transformado los deseos en necesidades: ya nadie desea nada, sino que necesita inexorablemente, con lo que envuelve su particular subjetividad en la objetividad de una necesidad natural. Y no conformes con esta transformación, se da un paso más, el de transformar la necesidad en derecho, la necesidad de alimentarse en el derecho a una dieta adecuada. Y el último paso para acorazar la subjetividad, o como acostumbran a decir los políticos que se basan en alguna identidad particular, blindarla, los derechos se transforman en derechos humanos para que nadie los discuta.

Esta ecuación transformadora de subjetividad en derecho humano no se da cuenta de que rebaja la universalidad del derecho humano a lo más particular e individual que puede existir, la subjetividad de cada uno, la subjetividad sentimental, la más radicalmente particular e individual que puede existir, renunciando a la subjetividad capaz de alguna objetividad, la que se puede encontrar en el sujeto de razón con obligación de argumentar. Y como vivimos en la cultura y en la sociedad del espectáculo, es la subjetividad sentimental la que triunfa por dar más espectáculo, el permanente strip-tease sentimental, el desnudamiento continuo de los sentimientos más íntimos, sean de sufrimiento o de goce supremo, en un desparrame de la subjetividad de cada uno cual si fuera agua sin forma, agua que no encuentra continente objetivo alguno y que fluye por doquier.

La subjetividad no deja de ser individual y particular por mucho que en determinados momentos se convierta en multitud: las mujeres, los pensionistas, los jóvenes, los precarios, los estudiantes, la generación x, los homosexuales, los transexuales, los religiosos, los ateos, los emigrantes, los refugiados: cada día es más difícil encontrar en cada subjetividad particular pero colectiva razones objetivables que permitan un debate cuyo fin no haya sido predeterminado por los voceros del sentimiento subjetivo. La vida social se ha convertido en una sucesión de manifestaciones continuas de nuevas multitudes subjetivas: el 15-M, el 8-M, los sábados de los pensionistas, días todos históricos, hitos que marcan el futuro, pero el futuro imposible porque no hay política capaz de establecer un mínimo común denominador de tanta subjetividad particular. Manifestaciones caracterizadas por su aparición y desaparición porque fluyen como el agua sin contenedor que la retenga y le dé forma en algún momento. Es un fluir que se va sustityendo a sí mismo sin dejar poso alguno ni objetividad porque como dirían los teóricos de la nueva, aunque muy vieja política, ningún sistema objetivo, y menos el Estado, puede obstaculizar el libre desenvolvimiento de la subjetividad colectiva. Pero como escibe Dostoievski en su obra ‘Los demonios’, al final todo termina en un enorme incendio que devora todos los sueños, los de los conservadores y los de los progresistas, porque vence la fuerza destructiva del Dios de la subjetividad sentimental.