JON JUARISTI-ABC

La criminalidad sexual, al contrario que la política, evita el discurso

BAJO el marbete de violencia de género se está montando un barullo de categorías verdaderamente lamentables, porque equipara comportamientos criminales con otros que incurren en la horterada, pero no en el delito. Recordemos, por ejemplo, aquella conversación privada de Trump con un periodista, que grabaron y difundieron los espías de Hillary Clinton, y en la que el actual presidente, que todavía no lo era, alardeaba de sus manoseos impulsivos a las señoras que le gustaban. Mussolini también solía jactarse de algo parecido: Quanso si ama una donna, non si fano tante storie: la si butto su un divano, lo que al parecer traduce una frase mucho más brutal de Maquiavelo. La del Duce, lo cuenta Pla, fue recogida in situ por Pirandello, que se basó en ella para calificar a Mussolini de uomo qualunque, o sea, de tipejo vulgar. Lo era sin duda, como cuando aseguraba que cada día agotaba a un caballo y cada noche a una mujer. Pero esas babosadas no eran crímenes. Los crímenes del Duce fueron mucho más graves, y no tuvieron que ver con el sexo (por lo menos, no con el sexo de Mussolini).

Si no criminal, ¿es criminógeno este tipo de comportamiento? Quizá en algún caso, pero a través de tantas mediaciones que lo convierten en un factor muy secundario. Es posible que una manada de depredadores se caliente chateando guarradas, pero eso es una cosa y el paso al acto otra muy distinta. Hablo de relevancia jurídica, por supuesto, no de psiquiatría. ¿Denota, entonces, una ideología? Si lo entendemos a lo Destutt de Tracy, que acuñó el término en 1801, haciéndolo significar “ciencia de las ideas”, evidentemente, no. Tampoco parece que pueda encajar en el concepto marxista de ideología como falsa conciencia que distorsiona las relaciones reales entre opresores y oprimidos (o explotadores y explotados). Porque, en un mundo en el que existe desigualdad entre los sexos y opresión de las mujeres, el discurso machista expresa directamente relaciones muy reales.

¿Que expresan, por tanto, los relinchos del centauro? Difícil saberlo: sobreexcitación erótica o todo lo contrario (impotencia o incluso homosexualidad reprimida, que diría Marañón), rencor, angustia, prejuicios, falta de educación y de gusto, pero no ideas ni incitación al crimen, por lo menos no en la mayor parte de los casos. El criminal sexual en serie, el violador, el asesino, no suele ser demasiado locuaz respecto a sus inclinaciones, salvo en casos de estupidez incurable y lombrosiana. El criminal con un mínimo de inteligencia (o sea, de inteligencia criminal, y valga la redundancia) «las mata callando», como reza la fórmula castiza. Por eso se ha pillado mucho antes al Chicle que a Larry Nassar. Tampoco los maltratadores acostumbran a prodigar fuera de casa alusiones a su sadismo, y si los vecinos se enteran suele ser casi siempre a través de las maltratadas. De modo que conviene, en primer lugar y ante todo, distinguir entre actos delictivos (incluyendo las incitaciones directas a la comisión de delitos) y manifestaciones privadas de fantasías de violación o de sadismo, ya tengan que ver con divanes o con flagelaciones de presentadoras de televisión, que también las ha habido en algún político madrileño de distinto signo que Mussolini o probablemente del mismo. Uno puede decidir no votarles, e incluso recomendar que no les vote nadie, pero no exigir su procesamiento y su inhabilitación, porque una conducta hortera e imbécil no es necesariamente criminal. Tampoco lo son, por cierto, las convicciones de raíz religiosa o moral acerca de determinadas formas de sexualidad. Crimen y castigo y Orgullo y prejuicio son historias diferentes.