ABC-JON JUARISTI

Es improbable que un pacto nacional ponga fin a la inestabilidad política

LAS naciones surgen de las guerras civiles, no de pacíficos contratos sociales. Son los vencedores quienes imponen los pactos nacionales a los vencidos. John Ford imaginó en una de sus películas a Abraham Lincoln, en vísperas de su muerte, felicitándose, ante una muchedumbre de seguidores entusiastas, de que la Confederación hubiera perdido la guerra, porque así las bandas musicales yanquis podrían interpretar Dixie, un hermoso himno que ya pertenecía a todos los estadounidenses y no sólo al Sur. Por parte de Ford, se trataba de una idealización patriótica del pasado. Los símbolos confederados (himnos y banderas) fueron perseguidos durante bastantes años tras terminar la Guerra de Secesión. Hoy, en los Estados del Sur, no faltan los fanáticos que los utilizan aún en aras del suprematismo blanco, pero nadie los identifica con el secesionismo. Sus portadores actuales votan republicano (aunque en un pasado lejano los partidarios del esclavismo simpatizaban con los demócratas).

El pacto nacional estaba muy consolidado en los Estados Unidos cuando John Ford, en 1936, dirigió The Prisoner of Shark Island (Prisionero del odio),

sobre el asesinato de Lincoln. En realidad, era ya lo bastante firme en 1915, cuando David W. Griffith rodó The Birth of a Nation (El nacimiento de una

nación), película muda sobre la Guerra de Secesión que contenía una explícita apología del Ku Klux Klan, lo que no hizo tambalearse el consenso nacional.

Por el contrario, la película popularizó la idea de la guerra civil como su origen y fundamento. Hoy parece intolerable su racismo, pero no provocó protestas masivas en el año de su estreno, sino más bien lo contrario. Griffith, por cierto, era demócrata y su película se proyectó, antes de su estreno, en la Casa Blanca, donde recibió los elogios del Presidente (demócrata) Woodrow Wilson.

Sobra decir que nada parecido a esto ha sucedido en España. Para limitarnos a la última guerra civil, la que comenzó el año del estreno de Prisionero del odio, de John Ford, es innegable que los vencedores impusieron a los vencidos un pacto nacional, y que dicho pacto pareció funcionar a satisfacción ( no sólo de los vencedores, sino de una buena parte de los vencidos) desde 1939 hasta la década de 1960 a 1970, cuando uno de los soportes internos del régimen, la Iglesia católica, lo abandonó para acercarse a la oposición clandestina. La incapacidad del franquismo para superar la guerra civil en un plano tan elemental como el de la despenalización, si no de todos, de algunos de los símbolos de los vencidos, facilitó la impugnación y el desmantelamiento de su pacto nacional impuesto.

Sin embargo, el equilibrio de fuerzas entre el régimen y la oposición, y el propósito mayoritario en uno y en otra de evitar otra guerra civil, derivaron, tras la muerte de Franco, en un nuevo pacto nacional que se plasmó en la Constitución de 1978. En lo simbólico, no obstante, no se superó el antagonismo de las dos Españas. Por ejemplo, no hay nada comparable, en el cine español de los años de la monarquía constitucional, a la escena inicial de la citada película de Ford. La guerra civil nunca se cerró en el imaginario de la cultura popular, que oscila entre el tremendismo y el esperpento para mantener vivo el agravio (sobre todo desde la izquierda, que fomenta un antifranquismo sobrevenido). Era de temer la rapidez con la que se ha venido abajo el pacto nacional de 1978 una vez que las generaciones que lo suscribieron comenzaron a disolverse en sombra y ceniza. No habrá peligro de guerra civil, pero si alguien confía aún en un pacífico contrato social que ponga fin a la inestabilidad política, verá a las ranas peinar tirabuzones.