Opinión- El Mundo

DECÍA Benavente que en las obras de teatro se deben repetir tres veces las cosas: una porque hay que decirlas, otra para que el público se entere y una tercera para los críticos. A Puigdemont también le gustaría prolongar indefinidamente su mascarada y que el Gobierno le preguntara una tercera, una cuarta y hasta mil veces si ha declarado o no la independencia, y que corriera el tiempo como si nada. Pero la paciencia y los tiempos políticos también tienen un límite, máxime cuando se resienten la convivencia y la economía.

El irresponsable president ha sido incapaz de aprovechar la última oportunidad que el Estado de derecho le ofrecía. Y la respuesta de trilero recalcitrante con la que volvió a contestar ayer al requerimiento de Moncloa no deja otra salida que la activación de la cuenta atrás para que, en el plazo de dos semanas, se pueda aplicar el artículo 155 de la Constitución. El Consejo de Ministros aprobará mañana las medidas concretas que remitirá al Senado para devolver la normalidad democrática a las instituciones catalanas. Se pretende que sea una operación de mínimos, tal como han pactado el Gobierno y el PSOE, que con su respaldo ha estado a la altura de las circunstancias. Pero lo importante es que sea eficaz.

La unidad del constitucionalismo es esencial porque el desarrollo del 155 estará plagado de dificultades que exigirán el máximo apoyo político y social. Con Podemos ya se sabe que no se puede contar, sino todo lo contrario. Ahora bien, al secretario general de los socialistas, José Luis Ábalos, que ayer reclamó que la aplicación sea «muy, muy limitada», cabe recordarle que los límites los marca el orden constitucional, hoy desfigurado en Cataluña. Han de darse todos los pasos para que el Estado recupere el control en materia de orden público y gasto, entre otras competencias esenciales, hasta unas próximas elecciones. Porque el 155 no es un sortilegio que produzca efectos taumatúrgicos con solo mencionarlo, sino que exige voluntad política –y un esfuerzo didáctico mucho mayor del realizado hasta ahora por los portavoces constitucionalistas– para aplicar medidas de calado concretas que pongan fin al golpe.

El comportamiento tramposo de Puigdemont, su perpetuo chantaje al Estado y su nulo respeto por la democracia representativa exigen de Rajoy que deponga de una vez la inacción que él reviste de prudencia. La prudencia es virtud clásica del gobernante hasta que degenera en abulia contraproducente. No caben paños calientes ya. Lo que reclama el conjunto de los españoles, incluida una mayoría de catalanes, es que el Ejecutivo aborde esta gravísima situación con liderazgo y resolución. El silencio y el titubeo tienen que dar paso a una ofensiva política novedosa, valiente, mediante la cual el Estado articule y defienda sin complejos un relato que contrarreste la propaganda independentista. El propio Rey abrió esa senda, y es hora de que alguien le siga. Al contrario de lo que repiten los sediciosos, el 155 no acaba con el autogobierno sino justo lo contrario: lo restablece sustrayéndolo al arbitrio de la legalidad paralela diseñada por Puigdemont, Junqueras y la CUP.

El Govern amenaza con que el Parlament declarará la independencia unilateral si se activa el 155. Un órdago sin efectos jurídicos, se dirá; pero su política de hechos consumados ahonda el daño y cronifica el desgarro separatista.

España cuenta con el respaldo de la comunidad internacional, especialmente de la UE, tal como reflejaron ayer sus líderes en mensajes de apoyo a la unidad nacional y a la Constitución durante el Consejo Europeo. A los Veintiocho les preocupan los efectos económicos que ya está causando la intentona sediciosa, con una caída del comercio en Cataluña del 20%, la huida de casi 100 empresas al día y el crecimiento del PIB español en peligro. Las democracias pueden suicidarse; lo triste es que mueran con los brazos cruzados.