SANTIAGO GONZÁLEZ-EL MUNDO

Se llamaba Xabier Arzalluz Antia, tenía a la hora de su muerte 86 años y fue la figura más relevante del PNV desde 1977 hasta 2003. Diputado en la legislatura constituyente, pasó a presidir la Ejecutiva del PNV entre 1980 y 2003, con el intervalo 1984-1987 en el que cedió el cargo a Román Sudupe, que se encargó de fumigar al lehendakariGaraikoetxea mientras él se iba a Londres a estudiar inglés.

El 28 de septiembre de 2003 celebraba la comunidad nacionalista su Alderdi Eguna (Día del Partido), festejo del PNV el último domingo de septiembre para estar a solas, después de comprobar el éxito incontestable que el Aberri Eguna (Día de la Patria) tenía entre todos los partidos. Se cumplía un año desde que Ibarretxe pusiera en marcha el plan que fue bautizado con su nombre. Esto le acabó costando la Presidencia, pero sorprendentemente para todos su primera víctima fue Arzalluz, a quien Ibarretxe agradeció los servicios prestados al cederle la palabra. Ponderó sus virtudes políticas y le dijo: «Te queremos, Javier. Eskerrik Asko», mientras se fundía con él en un abrazo largo, de más de un minuto. Arzalluz, atónito, sólo acertó a decir: «Se supone que ahora yo tendría que llorar, si fuese normal. Pero esos que todos sabéis me han secado los sentimientos». El pueblo elegido aplaudió hasta enronquecer, según metáfora de un cronista deportivo de El Diario Vasco. Sólo el informativo de ETB acertó al calificarlo de «una fiesta de partido con sabor a despedida».

Arzalluz fue la encarnación de un guía con vocación de Moisés, incluso con esa impotencia de contemplar la tierra prometida desde el Monte Nebo, pero no poner sus pies en ella. «Vosotros sí veréis la independencia», dijo a los jóvenes de EGI, dando por sentado que él no. Su nombre iba acompañado en la prensa nacionalista de subrayados hagiográficos. Tras la tregua de Lizarra, concedió una entrevista a Deia en la que el entrevistador no se cortaba: «No abundan los políticos con talla de estadistas como para que el mundo se permita el lujo de que alguno no cuente siquiera con Estado propio».

Él era un orador con recursos que prodigaba con éxito las metáforas. Siempre sostuvo que se decidió a entrar en el PNV tras el asesinato de Melitón Manzanas en 1968, pero hay en esta formulación una ambigüedad que siempre cultivó: le cabía la duda, la metáfora del árbol y las nueces; ETA es la espuma y nosotros la cerveza, el terrorismo es la forma de lucha de los pueblos pequeños y en tiempos como estos no puede olvidarse lo de «uno no se imagina a un catalán con un arma en la mano. A un vasco sí… Es una cuestión de carácter». Podía decir una cosa y su contraria, era una cuestión de carácter. Nadie soltó tantos denuestos contra el PP como él, pero eso fue compatible con decir: «He conseguido más con él (Aznar) en 14 días que con González en 13 años».

Cualquier piropo le venía bien, no le hacía ascos a nada. Dijo en una intervención parlamentaria: «Urarier nos declaró Hitler [a los vascos] en las leyes de Nüremberg: los primitivos arios. Lo que sí somos es los primitivos europeos. El pueblo vasco es un auténtico yacimiento en el que capa tras capa se oculta la trayectoria europea desde la Prehistoria».

No tuvo una posición cerrada contra la Constitución. La abstención quizá se debió a que no hubo en la ponencia un representante del PNV, pero él blandeaba al hablar del tema (a veces): «Incluso habría que negociar el SÍ» (Revista Euzkadi, septiembre 1978). En el mismo ejemplar de la publicación la entrevista es precedida por una nota biográfica espectacular de Arantzazu Amezaga: «Nació el mismo día que su pueblo natal, Azkoitia, hubo una gran inundación… Las aguas desbordadas y salvajes lo ocuparon todo mientras él surgía a la vida con pujante desafío». Su mirada se apagó en una sequía impropia para un febrero vasco. Fue todo un líder, muchas veces para mal.