El Correo-F. JAVIER MERINO ANTÓN

El cuestionamiento del régimen político español surgido de la transición ha sido uno de los ejes del discurso de Podemos desde su nacimiento en la estela del 15-M y las mareas, movimientos populares que mostraron el hartazgo y la voluntad de cambio expresado por amplios sectores de la población española en los años más duros de la crisis. Sin embargo, la abierta descalificación del régimen de la Transición es cada vez más frecuente en los medios nacionalistas. Rotunda en el caso del independentismo catalán en relación con la respuesta del Gobierno español y de la Justicia ante las ilegalidades cometidas por los dirigentes del ‘procés’. No menos clara, pero ahora sí más suavizada por la situación política vasca, en el caso de los nacionalistas de este territorio.

La denuncia de una supuesta continuidad del franquismo deforma la realidad y no solo ignora un grado de descentralización y capacidad de autogobierno muy amplios según cualquier parámetro que quiera utilizarse, sino que trivializa y rebaja el carácter dictatorial del régimen franquista. Al mismo tiempo, dificulta un análisis racional y desapasionado de la naturaleza de la democracia española, naturalmente imperfecta y lastrada por numerosas carencias y defectos, pero en absoluto equiparable a ninguna dictadura.

Precisamente esa deformación es consecuencia e interactúa a su vez con la nacionalización del antifranquismo (concepto acuñado por Martín Alonso) efectuada por esos mismos nacionalistas y por sectores de la izquierda que amplifican el papel de los nacionalistas en la lucha antifranquista, lo que lleva consigo generalmente la minusvaloración de la izquierda en aquella lucha. Conocido es el protagonismo adquirido por ETA gracias a los ‘méritos’ propios como a los errores ajenos; la repercusión del asesinato de Carrero (el mismo día en que empezaba el juicio del ‘proceso 1.001’ contra dirigentes de CC OO) y del proceso de Burgos servirían a los etarras para erigirse en líderes del antifranquismo en Euskadi y fuera.

Al amparo del protagonismo etarra, el nacionalismo vasco difundió con éxito el relato de la lucha del pueblo vasco y la represión del régimen contra él como el principal dique antifranquista. Semejante discurso fluye desde Cataluña, tanto más capaz de penetrar cuanto más tiempo hace del final de la dictadura. El papel indudable de las fuerzas políticas catalanas en la lucha contra Franco no debería minimizar el de la izquierda comunista: CC OO y el PSUC fueron la punta de lanza del movimiento obrero, vecinal, social y político que tejió densas redes de acción y difusión democráticas en toda Cataluña. La nacionalización del movimiento asociativo vendría después, Pujol mediante. La nación, concepto más protector y confortable, sustituyó a la clase en un ejercicio de prestidigitación demasiadas veces repetido en la historia.

Es obvio que hay cuentas pendientes del franquismo que deben cobrarse más pronto que tarde. Las fosas comunes en las cunetas de los pueblos de España y el pretendidamente faraónico Valle de los Caídos deben desaparecer, y parece que este Gobierno al fin ha emprendido esta tarea (cabría preguntarse por qué ha necesitado 40 años el PSOE para entender la importancia del asunto, y la explicación requiere hurgar en los debes de la transición). La elaboración de una historia democrática tiene indudables fallas en España y es una tarea pendiente que incumbe a numerosos actores. Pero la manipulación del pasado para favorecer proyectos políticos discutibles no facilita precisamente esos deberes incumplidos. La obligación contraída con los familiares de las víctimas del franquismo y con aquellos que con su lucha hicieron posible la democracia, y la necesidad de fijar un relato que condene la dictadura sin reparos no se satisface equiparando un régimen asesino con una democracia imperfecta, pero absolutamente homologable a las del resto de Europa. Es cierto que la Monarquía fue impuesta por Franco y no ratificada por la ciudadanía (vender el referéndum constitucional como una oportunidad para la ciudadanía de expresar su preferencia sobre el régimen es otra falacia carente de base), y que no estaría de más someter la Jefatura del Estado a la opinión de la población. Pero todos sabemos que otras monarquías hunden sus raíces en pasados remotos que merecen cualquier calificativo menos el de democráticos, y no por eso se cuestionan los regímenes de Gran Bretaña, Holanda, Bélgica o los países escandinavos.

En consecuencia, rechazar determinadas leyes o actuaciones de los gobiernos españoles no debería implicar poner en cuestión el carácter democrático del sistema político vigente en España; hacerlo para poner de relieve las dificultades de aplicar un programa nacionalista es simplemente inverosímil. Tanto nacionalistas vascos como catalanes incluyen entre sus objetivos máximos la unificación de sus supuestos territorios nacionales divididos entre los estados español y francés. La comparación entre el nivel de autogobierno de los respectivos territorios en Francia y en España debería bastar para que la descalificación del régimen español como autoritario en relación con sus homólogos europeos sea poco más que una broma disparatada. El hecho de que quienes denuncian la continuidad del franquismo en España apoyen a un connotado supremacista como presidente de la Generalitat entra en el terreno de los dislates de consecuencias imprevisibles, pero en ningún caso positivas.