IGNACIO CAMACHO-ABC

Agostada en las instituciones, la extrema izquierda vuelve a su ecosistema. Va a convertir la calle en una trinchera

EL populismo revolucionario nació en las calles, de los rescoldos del 15-M, y en ellas es donde se siente cómodo: son su biotopo, su ecosistema. En las instituciones languidece, se agosta, se amuerma encerrado en la rutina de unos debates a los que sólo aporta demagogia tribunera. Por eso cuando flaquea ante la opinión pública, cuando constata el palmario reflujo de las encuestas, su reacción instintiva consiste en regresar a la agitación callejera. En las movilizaciones, la extrema izquierda recupera el protagonismo y ofrece a la televisión un espectáculo de gran fotogenia. Para combatir su decadencia no encuentra mejor fórmula que convertir el espacio público en una trinchera.

Podemos no ha organizado la borroka de Lavapiés –su territorio fundacional tras la etapa de incubación en el laboratorio de la Complutense– pero ha hecho lo posible por incrementar la tensión e instrumentalizar el motín urbano. Sus dirigentes no sólo trataron de ideologizar la muerte del mantero en términos abstractos, como un crimen estructural del capitalismo xenófobo y desalmado, sino que colaboraron en la génesis de los disturbios intoxicando las redes con soflamas y rumores falsos que dispararon la furia en el barrio. La antigua consigna de «politizar el dolor», tan tristemente parecida a la de la socialización del sufrimiento, ha vuelto a salir del armario, aunque con el sesgo selectivo de costumbre porque desatiende la aflicción de las víctimas de ciertos terribles asesinatos. Un doble rasero ya muy gastado que ante los crímenes de Diana o Gabriel pide calma y templanza mientras incita el furor incendiario por un inmigrante fallecido de infarto.

De un modo u otro, mediante la manifestación pacífica –como la de los jubilados, en cuyas marchas intentan capitalizar el malestar espontáneo– o la algarada violenta, el extremismo populista ha reactivado su más clásica estrategia. La que aparcó hace cuatro años, tras su potente irrupción entre las barricadas, para que la proyección electoral de Podemos no inquietase a las clases medias. Ahora, estancadas sus perspectivas de crecimiento tras el descomunal error catalán de Colau y de Iglesias, una suerte de automatismo genético lo empuja de nuevo hacia la insurgencia. Si es menester, en contra de sus propios intereses institucionales, como ha podido constatar la alcaldesa Carmena. Como partido, los radicales se sienten encorsetados en una política convencional que contradice su naturaleza y tienden a escapar hacia la calle, donde pueden jugar con sus reglas. Su verdadero proyecto, su vocación originaria, es la del conflicto como catalizador de la protesta: una lata de gasolina, a veces no sólo simbólica, en cada hoguera. Material para el espectáculo nihilista de la rabia televisada a grandes audiencias. Una temperatura de combustión social que augura, pese a este friolento marzo, una ardiente primavera.