El blanqueo del sepulcro

EL MUNDO 24/11/16
ARCADI ESPADA

Desde primera hora de la mañana de ayer observé un negro toro de pena rondando entre los dirigentes del Partido Popular, que en el Congreso o en las cercanías del Hotel Villa Real donde había muerto Rita Barberá se dejaban entrevistar por las cámaras para decir cuánto la querían y qué gran alcaldesa fue. La relación de los españoles con la muerte es un asunto fatigoso; y es un asunto universal la hipocresía del sepulcro blanqueado. Hace un mes el presidente Mariano Rajoy había dicho de ella, encogiéndose de hombros, en el mejor de sus estilos: «Ya no es del Pp». Un día antes el joven Javier Maroto le había preparado el terreno: «Rita Barberá no tiene dignidad». O sea que no nos engañemos. Los dirigentes del Pp no estaban ayer llorando por Rita Barberá, sino por ellos mismos. Lo que les dolía no era el muerto, sino que el muerto les echara inexorablemente a la cara su contrastada falta de dignidad. En sus pucheros, además, había una última requisitoria contra la finada. Joder, ya podría haber elegido otro momento de morirse, con lo sensible que es el pueblo a la falacia post hoc ergo propter hoc, que en este caso quiere decir murió después de declararse inocente. O de no morirse, ¡un esfuercito!: de aguantar el tipo como Paco Camps, al que, chico, después de que lo matásemos ya no hay forma humana de que se muera.

En cualquier caso los dirigentes del Pp tienen abundantes motivos para llorar y seguir llorando. En el fondo, lo de menos son las declaraciones más o menos apasionadas de los mozalbetes. Hay quienes para prosperar suben a hombros de gigantes y otros que suben pisoteando cadáveres. Es el negocio. De Maroto y de tantos. El llanto inconsolable es político. Es difícil saber de qué ha muerto Rita Barberá. Hasta para los médicos que examinen sus restos y analicen su historia clínica será difícil dar con el conjunto de causas y ponderar en el conjunto que estuviera gorda, que fuera exfumadora o que hubiese sufrido un episodio de ansiedad a causa de sus problema judiciales. Incluso habrán de ponderar que viviera sola, que no se cuidara y se alimentara en exceso de la pornografía política televisiva.

Ahora bien, no es difícil saber que ha sido el populismo el que convirtió a Rita Barberá en una política indigna. Aunque es preciso establecer una puntualización urgente. No fueron el populismo podenco ni la pornografía mediática los que acabaron con ella. Ciertamente: Rita Barberá, acusada de blanquear mil euros, se había convertido en un icono de la corrupción. Algún siniestro programa de la cadena Sexta sacaba su cara clavada cual mariposa podrida cada vez que se hablaba de cualquier corrupción, aquí o en Pekín. Y el partido Podemos culminó ayer mismo una sostenida tarea de destrucción, utilizándola, ya cadáver, para denunciar la llamada pobreza energética. Pero mientras el populismo queda recluido a esas granjas, el daño que provoca es limitado. La vida y hasta la belleza prosperan en el excremento. El problema es cuando otros políticos y otros medios actúan nublados por el humo de chusma. El problema del populismo son las 169 portadas que el diario El País dedicó a demostrar la culpabilidad de un inocente llamado Francisco Camps. El problema del populismo es que el Partido Popular decidiera que una imputación (o investigación, como la llaman ahora) era suficiente para que Rita Barberá abandonase la vida política. Una decisión, por cierto, en la que influyó la radical exigencia de Ciudadanos, mucho más grave cuando este partido se distingue o se quería distinguir por practicar una política absolutamente refractaria al populismo.

Lloran por sí mismos. Han tenido mala suerte, cabe reconocerlo. Si Barberá hubiera muerto de un accidente de tráfico, cuánto más mesurados no habrían sido sus juicios, cuánto más anecdóticas y solapadas sus lágrimas. Incluso si hubiera muerto en Valencia, ha de vuelta… Pero no. Ha sido en el propio Madrid, un día después de declarar por mil euros, a dos pasos del templo de la soberanía popular, sola y apestada en una habitación de hotel. Comprendo la mala conciencia derramada, la comprendo. El escenario dispuesto por la muerte es de un simbolismo barroco cargado e insoportable. Pero harían bien en contener las lágrimas y dejar de buscar en ellas redención. Llorar es a veces muy narcisista. Llorar es a veces mira cómo estoy llorando. Y las emociones, el único modo de pensar del populismo. Entiérrenla, olvídenla y pónganse a trabajar. Porque la democracia está imputada.