SÁNCHEZ tiene dos valiosas virtudes políticas y un gurú. Pero ni ellas ni el taumaturgo fueron suficientes para que recibiera la confianza del Parlamento y gobernar España. Lo cual dice mucho a favor del principio representativo y del parlamentarismo. Exige más atributos al príncipe, no bastan elasticidad y obstinación. Sánchez ha gobernado sólo en funciones; primero por voluntad propia o exigencia ajena –presentó la moción, que fue un juicio político, para disolver las Cortes y convocar elecciones…– y después por la fuerza de la aritmética. Una vez cada Sánchez han fracasado en su investidura: el reformista de 2016 constreñido por su partido y el llanero solitario de 2019 que utilizó como señuelo a su «socio preferente» mientras le preparaba la soga.

Sánchez muestra una determinación a prueba de contraste con los hechos. Su voluntad es tan recia que ha resultado muchas veces suficiente para modificar la percepción que los demás nos forjamos de la realidad. Las cosas parecen ser como las refiere Sánchez, en parte porque el gran público preferiría que así fuesen y en parte porque no nombró un Gobierno, creó una Corte y puso a su disposición todos los resortes del poder. Lo hizo con la impudicia propia del predestinado. Considera que su arrojo justifica los medios y, por descontado, el fin: su unción.

Su segunda virtud es su pragmatismo. Sabía que los contextos económico y político no eran propicios. Hubiese gobernado a término arrastrando una mochila con piedras: junto con Iglesias –ora progresista, ora extrema izquierda– y con los separatistas como sostén. Los primeros presupuestos hubiesen encallado en Europa y los nacionalistas ya advertían de que no se conformarían con el indulto para sus condenados. Quieren una ley de amnistía, que borra las huellas del delito, repara la memoria de los sediciosos y les rehabilita –también para regresar a las instituciones–. En razón de su pragmatismo y determinación, Sánchez, convencido por su instinto y gurú, prefirió devolver los dados al cubilete para lanzarlos de nuevo el 10-N.

Su propósito es afianzar el marco narrativo de la campaña en torno a la creencia y presunción de su inevitabilidad –por eso se enroca en la abstención de los demás y es el único que no habla de pactos–. Sin embargo el parlamentarismo resiste los efectos de pócimas y alucinógenos. Sánchez no es el presidente obligatorio, y si esa idea cuaja en la opinión pública, podría cumplirse la maldición de Iglesias y demostrarse que el bloqueo es Sánchez.