Ignacio Camacho-ABC

Al desestimar la suspensión preventiva de la autonomía, el Estado se puede ver abocado a emplear la coacción física                        

Asumida la idea de que el domingo no va a haber un referéndum en Cataluña, los separatistas han volcado su esfuerzo en lograr que lo parezca. Quieren rodear los colegios electorales, sacar urnas de cartón a las calles, formar colas de gente que salgan retratadas en la prensa extranjera. Una movilización que les permita decir: si esto lo hemos hecho frente a una prohibición completa, imaginad lo que haríamos si nos dejan. Los votos ya son lo de menos para ellos: acostumbrados a glorificar derrotas van a sustituir el cómputo de papeletas por la épica de la resistencia.

Mariano Rajoy, que afirmó con máxima solemnidad que no habrá consulta, estará en condiciones de honrar su promesa. Pero le servirá de poco si en vez de una votación se encuentra con una demostración que permita al independentismo presumir de su fuerza. Técnicamente no es posible hablar de referendo sin censo, sin junta electoral, sin garantías, sin interventores, acaso sin urnas siquiera. Sin embargo, será difícil admitir la derrota completa de los soberanistas si consiguen abrir un número significativo de locales y agolpar una multitud en sus puertas. Y no está claro que no puedan hacerlo jugando en su campo como juegan, con el público volcado a su favor y con el terreno embarrado por mil estratagemas.

Al elegir la vía judicial y la del estrangulamiento logístico, el Gobierno ha decidido disputar el pulso entregando al adversario la iniciativa. Los rupturistas han planteado el envite como una guerra de guerrillas reforzada con los ingentes recursos materiales y políticos de la autonomía. A estas alturas, y tras renunciar a la suspensión preventiva de las instituciones y por tanto a cercenar la convocatoria desde el mismo poder convocante, ya no queda más que un modo de hacer que las instrucciones judiciales sean obedecidas. Se llama autoridad coercitiva, y tal como está la situación puede requerir la opción indeseable de la coacción física.

 

Ésa ha sido la elección estratégica del marianismo y sólo el domingo podrá saberse su resultado. Existía otro camino, el del ejercicio de los poderes constitucionales, pero el presidente decidió rechazar por prudencia ese atajo. Si su método resulta eficaz saldrá del aprieto bajo palio, pero la eficacia depende de que no quede ninguna duda de la victoria del Estado. Y no cualquier victoria: se necesita un triunfo contundente, palmario, incontestable, axiomático. Un desenlace remotamente parecido a un empate no sólo dará alas al secesionismo; la propia oposición, hasta ahora relativamente leal, estará al quite para aprovecharlo. Cuando se trata de sofocar una insurrección, de imponer la obediencia a la ley, no caben soluciones que necesiten glosas, interpretaciones ni comentarios. Tiene que haber un vencedor patente e indubitado.

El final de la cuenta atrás va a ser crítico; hay margen para cualquier cosa menos para el fracaso.