ABC-IGNACIO CAMACHO

Ternera ha caído porque ya no era necesario. Su libertad, monitorizada durante 17 años, dependía de la razón de Estado

NO seáis mal pensados: es una mera coincidencia que la detención de Josu Ternera se haya producido en plena campaña electoral y casualmente el mismo día, casi a la misma hora, en que el Parlamento catalán vetaba como presidente del Senado a Miquel Iceta. Para una noticia de esta clase no hay mala fecha, ni necesidad de darle más vueltas ni de buscarle al asunto claves esotéricas. Pero incluso si así no fuera –y con un oportunista como Sánchez en La Moncloa siempre queda un margen para la sospecha–, nadie bien nacido puede hacer otra cosa que alegrarse del arresto del jefe de ETA. Nadie salvo los nacionalistas, claro, atentos sólo a su pequeño mundo de ruindades y miserias. Nadie salvo Eguiguren, capaz de calificar de «héroe de la retirada» a su antiguo interlocutor de Oslo y Ginebra. Nadie salvo quienes hicieron un negocio político y/o económico de la siniestra recogida de las nueces del árbol de la violencia.

En el contexto de la lucha antiterrorista solía calificarse a Josu Urruticoetxea como «el hombre más buscado». Pero ese título propio de John Le Carré sería impreciso si no se especifican las numerosas ocasiones en que los servicios de seguridad lo encontraron y los sucesivos Gobiernos renunciaron a apresarlo. Unas veces por motivos tácticos, para que su seguimiento condujese a la captura de peligrosos sicarios, y otras por simples razones de estrategia de Estado. Porque Ternera fue el gran negociador, la pieza clave de la lenta consunción del terrorismo vasco, el comisionado intermitente que desde la época de Zapatero mantenía, ora abierta, ora cerrada, la línea del diálogo, y suya fue en última instancia la voz que anunció la disolución de la banda en un comunicado. Ésa es la explicación de que su fuga haya podido durar diecisiete años en los que fueron cayendo, uno tras otro, todos los cabecillas de los comandos mientras él escapaba con ayuda de misteriosos chivatazos. Su vida, sus coches, sus contactos, sus parejas, sus viajes, han estado a menudo monitorizados. Él seguía indemne porque era el decano. Y su aventura ha concluido cuando ya no resultaba necesario.

Bien está lo que bien acaba: le espera, de momento, una condena en las cárceles francesas. Luego deberá acabar en las nuestras, y sólo cabe confiar en que la Justicia haga su tarea. Que no haya subterfugios ni sorpresas, ni prescripciones por desidia ni terceros grados penitenciarios concedidos a la ligera. Que la reparación a las víctimas no quede sometida a ningún albur político de conveniencia. Que no se blanquee de ninguna manera la memoria de esa etapa funesta. Ternera no es el firmante honorable de un acuerdo de paz porque no existió ninguna guerra; nunca será más que el icono áspero, el rostro cavernoso de la ETA más cruel y más sangrienta. Y no hay negociación secreta ni apaño bajo la mesa que pueda limpiar jamás el relato de esa vergüenza.