El día de la infamia

ABC 19/05/16
IGNACIO CAMACHO

· Ni el soberanismo podía llegar a más ni el sistema institucional catalán a menos: una clase política batasunizada

ESE dudoso sentido de la historicidad con que el adanismo posmoderno enmarca cualquier simpleza puede trazar una efeméride de ignominia en torno al día en que el Parlamento de Cataluña, con su presidenta al frente, recibió a Arnaldo Otegui, un terrorista en comisión de servicio. Ni el soberanismo podía llegar a más ni el sistema político catalán a menos. O sí: con sólo retrasar la visita una semana hubiese coincidido con el vigesimoquinto aniversario de la masacre de Vic, municipio entregado con fervor a la causa independentista. Por aquellas fechas Otegui entraba en prisión para cumplir condena por el secuestro del ejecutivo de Michelin Luis Abaitua. Cuatro años antes, cuando el atentado contra el Hipercor barcelonés en 1987, el aspirante a «Mandela vasco» era un etarra huido a Francia. Todavía no se le ha escuchado una petición de perdón a las víctimas ni una condena explícita de la violencia que practicó, ni se le ha visto un gesto de arrepentimiento medianamente sincero ante la sangre derramada por sus colegas de banda.

A qué extrañarse de que las instituciones catalanas le hayan puesto la alfombra al portavoz del post-terrorismo. Se trata de un hecho coherente con la deriva radical de una política degradada por la hegemonía soberanista ante el silencio cómplice, por miedo o por anuencia, de la antigua burguesía moderada. La misma que se escandaliza de las subidas de impuestos promovidas por los secesionistas o raja por lo bajinis del rumbo populista de la alcaldesa Ada Colau. Eso es lo que ha provocado la sumisión colectiva al pensamiento hegemónico separatista: la fuga de cualquier atisbo de sensatez o de templanza bajo la presión triunfante del extremismo.

Qué se pudo creer la Cataluña biempensante, la próspera comunidad de clases medias emprendedoras, al aceptar con irresponsable complacencia un proceso revolucionario. Toda revolución, y un proceso de independencia lo es, acaba devorando a sus hijos. En el caso catalán, la dominancia secesionista ha acabado por destruir el sistema político e institucional entregándolo a una partida de iluminados. Una colección de talibanes del destino manifiesto auxiliados por un estrambótico grupúsculo de trotskos y anarquistas que predican la abolición de las compresas y la educación tribal comunitaria de los hijos. En esas manos ha quedado la dinámica sociedad del 18 por ciento del PIB español, sumergida cada vez más en la ciénaga de un delirio mitológico.

Poco puede asombrar, pues, que la residencia de la soberanía autóctona haya abierto sus puertas a un testaferro del terrorismo étnico. Que lo hayan recibido con la solemnidad de un embajador de la autodeterminación y le hayan dispensado la fraternal acogida de un pariente político. Esa gira es la expresión de lo que representa hoy la clase dirigente catalana: lo mejorcito de cada casa al servicio de una política batasunizada.