El Correo-NICOLÁS SARTORIUS

Si alguien impide la continuación de un Ejecutivo que mejore nuestra situación mediante el diálogo, los ciudadanos decidirán quién les merece mayor confianza para gobernar

La moción de censura que presentó el PSOE contra el Gobierno de Rajoy fue una jugada audaz e inteligente del candidato Sánchez, que transformó, en breves horas, el panorama político de España. A partir de la sentencia del ‘caso Gürtel’ y de la ristra de asuntos de corrupción que afectaban al PP, la situación política se hacía agobiante. Por otra parte, el peligroso deterioro y estancamiento del tema catalán hacía necesario que desde el Gobierno español se retomara la iniciativa y se abordaran los problemas que acuciaban al país. A pesar de los augurios en su contra, la moción de censura tenía, en mi opinión, muchas probabilidades de salir adelante. No tanto porque a los partidarios que, eventualmente, podían apoyarla les gustase el Gobierno Sánchez, sino porque, ante todo, les disgustaba la continuidad de un Ejecutivo Rajoy. El envite era arriesgado y podía haber naufragado si la postura del nacionalismo radical –«cuanto peor, mejor»– del expresidente Puigdemont se hubiese impuesto a la tesis más posibilista de la dirección del PDeCAT, encabezada por su ya exsecretaria general, Marta Pascal. Posición favorable a la investidura del líder socialista que, a la postre, le ha costado el cargo.

Ahora bien, una vez en La Moncloa, el nuevo presidente del Gobierno nombró un Ejecutivo de características atractivas –feminista, competente, progresista, dialogante–, que si bien ha caído francamente bien en la opinión pública lo tiene harto complicado. Complicación que se ha visto acrecentada, en las últimas semanas, con los triunfos de los sectores más duros y de derechas, tanto en el PP con la elección de Casado como en el PDeCAT con el control del partido por parte del prófugo Puigdemont. Posiciones más extremas que, como suele suceder, se alimentarán mutuamente y harán más complicada la labor de Gobierno.

En el fondo, todos saben que cuanto más dure el PSOE gobernando más probabilidades tendrá de ganar las próximas elecciones generales. Claro que estas posibilidades serán reales siempre y cuando pueda llevar adelante medidas sociales significativas que mejoren la situación de los ciudadanos y no haga concesiones al nacionalismo catalán, pues de lo que se trataría es de tomar medidas, razonables y comprensibles, que beneficien al conjunto de la ciudadanía catalana y no a un sector minoritario de la misma. Ya que, en cualquier caso, el PSOE debería evitar el riesgo de que las derechas puedan decir en el futuro, con fundamento, que solo podrá gobernar haciendo concesiones al populismo o al nacionalismo radical. Y es aquí donde se sitúan los complejos equilibrios.

De una parte, los partidos que han apoyado la moción de censura solo seguirán sosteniendo al Gobierno en la medida en que este les haga concesiones que les compense de ese apoyo. Por otro lado, saben que si le aprietan demasiado, exigiendo lo inasumible, el presidente no tendría más remedio que convocar elecciones anticipadas. Consulta que, en este momento, no parece que le interese a casi nadie, con un PP en recomposición, un Ciudadanos descolocado, un separatismo catalán cada vez más dividido y un Podemos al que le resultaría bastante complicado explicar por qué malogra, por segunda vez –la primera fue cuando votó en contra de la investidura de Sánchez en el 2016–, un Gobierno de izquierdas. Pero si digo que no interesa a casi nadie es porque no está descartado que al calor de los efluvios del próximo 11 de septiembre –la Diada– y 1 de octubre –aniversario del fantasmagórico referendo de independencia catalán– no le interese a Puigdemont, y su nueva ‘Crida’, ir a elecciones autonómicas, habiendo dejado previamente en minoría al Gobierno del PSOE.

Un aviso o advertencia no menor, de unos y de otros, ha sido la abstención en bloque –con la excepción del PNV– en la votación sobre el llamado techo de gasto, perjudicando con esta decisión a buena parte de los españoles, incluidos los catalanes, al dejar al Gobierno con 6.000 millones menos de euros para gastos o inversiones sociales. Votación que de repetirse –y en el Senado le espera el PP con su mayoría absoluta– pondría realmente difícil la aprobación de los próximos Presupuestos Generales del Estado. Ante esta situación, haría bien el Gobierno socialista en no arrugarse y seguir tomando iniciativas en diferentes asuntos de interés ciudadano y, en especial, sobre aquellos de carácter social, apurando al máximo su margen ejecutivo de maniobra.

La cuestión es demostrar que otra política es posible, más beneficiosa para el conjunto del país. En la reducción de la desigualdad y contra la pobreza infantil; modificando leyes laborales y de seguridad restrictivas de derechos; mejorando las pensiones sin arredrarse ante las bravatas de los bancos; con planes contundentes de empleo juvenil; con mejoras en la financiación local y autonómica; con medidas fiscales progresivas; con una sólida alianza con Francia, Portugal y Alemania en política migratoria y en avances en la construcción europea. A partir de ahí, si alguien impide la continuación de un Gobierno que puede mejorar nuestra situación política y social mediante el diálogo y la negociación razonable, y fuerza la celebración de elecciones anticipadas, que cada cual asuma sus responsabilidades y los ciudadanos decidirán quién les merece mayor confianza para gobernar en el futuro. Serían deseables copiosas dosis de sensatez, pero quizás es demasiado pedir.