Ignacio Varela-El Confidencial

Hoy ya nadie pretende seriamente que el marco jurídico vigente en Cataluña sea otro que la Constitución y el Estatuto. Nadie recuerda las leyes de desconexión de septiembre

Hay quien describe esta fase del conflicto catalán como una larga e intrincada partida de ajedrez. Yo la vería más bien como una simultánea, varias partidas jugándose a la vez en distintos tableros. Aunque también cabe recurrir a la imagen de un espectáculo dramático-circense con varias pistas abiertas: estaría la pista de los domadores, la de los trapecistas… y sí, también la de los payasos. Los focos y la atención del público se mueven de una a otra pista según la vistosidad de los números y su peligrosidad para los artistas.

En la pista central está el conflicto catalán propiamente dicho, el que enfrenta al independentismo con el Estado español. En su formulación original, fue una inflamación aguda del problema histórico de Cataluña dentro de España. Pero a partir del 6 de septiembre desembocó en una quiebra unilateral del principio de legalidad, un desafío a la Constitución y una insurrección contra el Estado democrático promovida desde una de sus instituciones.

Mientras hubiera una sublevación institucional en marcha no cabía otra prioridad que sofocarla, como vio con claridad el jefe del Estado (muchos se lo reprocharon entonces). La insurrección bloqueaba el diálogo político, y aún lo hace. No existirán condiciones para hablar hasta que se hayan apagado los rescoldos del golpe, el imperio de la ley esté completamente restablecido y todas las partes lo acepten así.

Mientras hubiera una sublevación institucional en marcha no cabía otra prioridad que sofocarla, como vio con claridad el jefe del Estado

Mucho se ha avanzado en ese terreno. Hoy ya nadie pretende seriamente que el marco jurídico vigente en Cataluña sea otro que la Constitución y el Estatuto. Nadie recuerda las leyes de desconexión de septiembre, y la DUI del 27 de octubre ha quedado como el recuerdo espectral de una farsa de la que sus principales promotores han renegado.

El 155 ha dejado claro ‘urbi et orbi’ que, en un choque frontal, el tren que no descarrila es el del Estado. La acción imparable de la Justicia demuestra que la impunidad era una fantasía. A partir de ahí, las apelaciones a la desobediencia tienen más de nostalgia y lamento por el fracaso que de peligro real.

En la pista del fondo se desarrolla la versión catalana de la mayor batalla política de nuestro tiempo, la del nacional-populismo ‘destituyente’ contra la democracia representativa. El apoyo cerrado de las fuerzas populistas de Europa a la sublevación ‘puigdemoníaca’ y el de todos los gobiernos a la democracia española demuestra que unos y otros han comprendido esta dimensión del conflicto. El movimiento secesionista se ha convertido en la sucursal catalana de la Internacional Populista; y, por tanto, en parte de una amenaza global.

En la pista lateral, asistimos a la fase más aguda de la lucha por el poder en el nacionalismo catalán. ¿Lateral? No, lo nuevo es que ahora esa es la pista central. Todo lo que viene ocurriendo desde el 21 de diciembre debe interpretarse a la luz de esa contienda.

Tras el fracaso del golpe, las elecciones pusieron al secesionismo ante la realidad de que poseen la fuerza y el derecho de gobernar, pero carecen de derecho y de fuerza para separar a Cataluña de España. Lo que hoy bloquea la política catalana es la forma de alumbrar y gestionar un Gobierno independentista sin ‘procés’ de independencia.

Están ante un trilema de solución imposible. Por una parte, quieren coronar a Puigdemont como presidente. Por otra, necesitan recuperar el poder efectivo y librarse del 155. Y pretenden hacerlo sin provocar más consecuencias penales que las que ya afectan a toda su cúpula.

El 155 ha dejado claro que, en un choque frontal, el tren que no descarrila es el del Estado

El caso es que las tres cosas son incompatibles. Si se empeñan en que Puigdemont sea presidente, el 155 seguirá en vigor y ellos fuera del poder. Si lo votan desobedeciendo al Tribunal Constitucional, se verán de nuevo las caras con el juez Llarena y algunos visitarán de nuevo la prisión. Y si quieren volver a tener un Gobierno que gobierne sin arriesgarse a pasar por la trena, tienen que prescindir de Puigdemont.

La resolución de ese trilema es lo que hoy los enfrenta. Puigdemont y sus leales exigen que todos los demás se jueguen la cárcel para que él disponga de una corte imperial en Bruselas. Y Junqueras y los restos de Convergència dicen que hasta aquí llegó la broma, que lo importante es volver a mandar y que lo máximo que están dispuestos a hacer por el faraón y su ego es organizarle un emotivo partido de homenaje.

Ciertamente, la probabilidad de que Puigdemont sea presidente efectivo de la Generalitat es nula. Pero estar objetivamente fuera de la carrera presidencial no lo elimina como actor político determinante en esta coyuntura. En realidad, todo ha desembocado en un duelo a distancia entre Junqueras y Puigdemont, mortalmente enfrentados también en lo personal. Cada uno de ellos dispone de un arma decisiva.

El líder de ERC, a través de su fiel Torrent, tiene en su poder la llave de la investidura. No habrá candidato presidencial ni sesión de investidura sin el consentimiento de Torrent/Junqueras (cosa que olvidan interesadamente quienes exigen a Arrimadas que se presente, omitiendo que eso no depende de su voluntad). En su día no se valoró suficientemente (solo Pablo Pombo lo advirtió en estas páginas) la importancia de la posición estratégica conquistada por ERC al ocupar la presidencia del Parlament. Hoy es la única autoridad catalana no sujeta al 155, y todo el proceso de investidura pasa obligatoriamente por él —es decir, por su jefe—.

Pero si Junqueras tiene la llave de la investidura, Puigdemont tiene la de la repetición de las elecciones. Con 20 diputados dispuestos a seguirle ciegamente no puede imponer su candidatura, pero puede cerrar el paso a cualquier otra. Elegir a un presidente efectivo, como quieren Junqueras y Mas, pasa necesariamente por que Puigdemont haga un acto de renuncia, por mucho que se revista de reconocimiento simbólico o se le ofrezca que designe sucesor. O yo o nuevas elecciones, todos a temblar. Ese es el poder que le queda, y no es pequeño.

Por una vez, voy a pasarme a la cultura mariana. En esta situación, lo que debe hacer el Gobierno de España es nada. Esperar a que se resuelva el duelo al sol entre los dos capos de la sedición, estar alerta por si las moscas, que la Justicia siga haciendo su trabajo y tomar ansiolíticos para las encuestas.

Por cierto, les recuerdo que en el final de ‘Duelo al sol’ mueren los dos protagonistas. Abrazados.