MANUEL ARIAS MALDONADO-EL MUNDO

El autor considera que el populismo no es fenómeno unívoco y cree que el malestar que impulsa debe entenderse como una respuesta al desorden causado por la acelerada marcha de las sociedades modernas.

AUNQUE el comienzo del nuevo año traiga siempre consigo una cierta esperanza de renovación, no parece que 2019 vaya a darnos demasiada tregua. Apenas habíamos dejado de discutir sobre los gilets jaunes franceses cuando Jair Bolsonaro tomaba posesión de la Presidencia de Brasil; Quim Torra, llamaba a la sublevación en un mensaje navideño y las encuestas confirmaban el potencial electoral de Vox. Por lo demás, nadie sabe qué desenlace conocerá en las próximas semanas un Brexit que lleva casi dos años y medio socavando las bases constitucionales de la venerable democracia británica. Frente al denominado Nuevo Optimismo, que con Steven Pinker y el fallecido Hans Rosling a la cabeza llama la atención sobre el progreso sostenido del bienestar humano, las distintas formas del populismo apuntan en la dirección opuesta: hacia un malestar difuso que evoca en el cuerpo político la desagradable memoria de los años de entreguerras. No conviene exagerar: las décadas de los 60 y 70 del pasado siglo, llenas de violencia política y adhesiones al comunismo soviético, fueron aún más turbulentas. Pero cada tiempo tiene sus fantasmas y a ellos nos debemos.

El fenómeno está lejos de ser unívoco. Por contraste con un Bolsonaro que se inscribe en la tradición caudillista latinoamericana, los chalecos amarillos carecen de líder visible y prorrogan la afición francesa por la revuelta social. Y así como el independentismo catalán ha incorporado las herramientas populistas a la estrategia nacionalista, existen dudas acerca de la adscripción populista de Vox, un partido de derecha radical que no obstante encajaría en la más amplia categoría de partido anti-establishment… En cuanto al Brexit, si bien supone la culminación del recelo británico –o inglés– hacia el proyecto europeo, ejemplifica de manera pluscuamperfecta algunas de las brechas sobre las que parece organizarse el conflicto político contemporáneo: entre el campo y la ciudad, entre mayores y jóvenes, entre trabajadores cualificados y no cualificados. Si nos concentramos en los elementos comunes a todos estos casos y sumamos otros de similar carácter –de Trump a Orban, pasando por el populismo de izquierdas de Podemos o La Francia Insumisa–, estaremos dando forma a un signo que demanda interpretación: el interrogante del populismo.

No es que falte literatura sobre el asunto. Sin embargo, la dificultad de establecer relaciones causales entre los distintos aspectos de la vida social impide cerrar satisfactoriamente el debate sobre las causas y el alcance del populismo: aunque conocemos los hechos, ignoramos su significado. Y es que ninguna interpretación carece de puntos débiles: si pensamos en términos de revancha de los desposeídos, no tardamos en reparar en que los brasileños más pobres no han votado a Bolsonaro; cuando nos parece que la clave está en el debilitamiento del músculo estatal, recordamos que el populismo tiene fuerza en países donde el gasto social apenas ha disminuido en los últimos años, caso de Francia, Austria o Suecia; y si nos parecía que la performance del líder populista es indispensable para despertar las emociones negativas de un grupo social, los chalecos amarillos vienen a demostrar que la protesta puede ser movilizada a través de las redes sociales sin figuras referenciales. Es así vano tratar de aislar un único factor que explique las turbulencias políticas de nuestro tiempo; solo combinando una variedad de ellos y tomando en consideración las distintas culturas políticas nacionales podremos empezar a orientarnos.

Eso es justamente lo que hacen los politólogos británicos Roger Eatwell y Matthew Goodwin en un libro que no tardará en traducirse a nuestra lengua (National Populism, Penguin, 2018). Para ellos, no estamos ante una crisis pasajera causada por la ventaja demográfica de que gozan los votantes populistas; si fuera el caso, para recuperar la estabilidad global no habría más que esperar a que se produjesen unos cuantos millones de fallecimientos. Por el contrario, aquí entrarían en juego factores de largo recorrido: la desconfianza hacia los políticos y las instituciones, ligada al sentimiento de que amplias capas de la población nada tienen que decir sobre el modo en que se organiza su sociedad; el miedo a la destrucción de la identidad nacional y las formas de vida tradicionales por causa de los flujos globales de población y el subsiguiente cambio etnocultural; el sentimiento de privación relativa causada por una creciente desigualdad de ingresos; y un desalineamiento de partidos y votantes que conduce a sistemas de partidos más volátiles y fragmentados. No es necesario que nada de esto posea existencia objetiva, advierten; es suficiente con que se sienta que la tiene.

Debido justamente a esta concurrencia de causas de largo recorrido, Eatwell y Goodwin creen que el nacionalpopulismo ha llegado para quedarse. O sea, no estaríamos acercándonos al fin de un periodo de volatilidad política, sino ante el comienzo de un nuevo periodo de grandes cambios. Se trata de un argumento similar al planteado por David Goodhart, a quien debemos la distinción entre ciudadanos de «ninguna parte» y ciudadanos «de alguna parte» que sintetiza la oposición entre valores cosmopolitas y nacionalistas. Para el ex-editor de la revista Prospect, existe un «populismo decente» integrado por ciudadanos conservadores que no desaparecerán por arte de magia: o las democracias liberales aprenden a tratar con ellos o las democracias serán cada vez menos liberales. Pero no necesariamente menos democráticas: para estos intérpretes, el nacionalpopulismo es una revuelta contra los valores liberales que defiende un mayor uso de las consultas populares y una mayor disposición de las élites a escuchar a «la gente». Es dudoso, si bien se mira, que una democracia pueda prescindir alegremente de sus elementos liberales. Pero Eatwell y Goodwin advierten en todo caso que sería un error asumir que los partidarios del nacionalpopulismo votan contra el sistema: más bien votan a favor de sus valores propios. Y dejan anotada una inquietante posibilidad: que los electorados puedan un día no lejano evaluar favorablemente el rendimiento de los Gobiernos populistas.

Hablar de nacionalpopulismo en estos términos, no obstante, implica desatender el papel de líderes y medios de comunicación a la hora de comunicar estados de ánimos acerca del estado del mundo. Por eso ha dicho Peter Sloterdijk que la economía política cuenta menos que la psicopolítica, vale decir, el modo en que los agentes se perciben a sí mismos. Ahí están el miedo a la «islamización de Europa», no por irracional menos extendido; la convicción de que España roba a Cataluña; o la autovictimización de unos franceses que el propio filósofo alemán califica de «desfavorecidos muy favorecidos». Por esa razón, si hablamos de «perdedores de la globalización» es preciso matizar que estamos más bien ante expectativas frustradas. Es lo que, en una línea explorada también por el bombástico Pankaj Mishra, nuestro José María Lassalle ha llamado «proletariado emocional», formado por quienes se sienten «desposeídos de la plusvalía de felicidad y esperanza que la Modernidad les dijo que tenían derecho a materializar». Pero esta reacción no puede comprenderse, a su vez, sin los hallazgos de la psicología: la necesidad de pertenencia comunitaria, la predisposición al conflicto intergrupal, el influjo de las emociones sobre la cognición. Rasgos, todos ellos, potenciados con el empleo masivo de las redes sociales.

EN ÚLTIMA instancia, el malestar que impulsa al populismo debe entenderse como una respuesta espontánea al desorden causado por la acelerada marcha de las sociedades modernas: globalización, cambio tecnológico, debilitamiento de las identidades tradicionales, aumento de la desigualdad, presiones ecológicas, radicalización del pluralismo. ¡Desvanecimiento de lo sólido! O impresión de que así sucede. Y es irónico que la propia estructura de la democracia refuerce esa sensación cuando estimula la presentación de demandas materiales y simbólicas. Surge entonces, ante este panorama, la nostalgia por un soberano capaz de poner orden en el caos: un decisionista que nos devuelva la seguridad perdida. Lo cierto es que este soberano nunca tuvo tanto poder como ahora nos parece y, desde luego, jamás volverá a tenerlo; la interdependencia y la complejidad nos empujan en la dirección contraria. Así, por ejemplo, la pensadora norteamericana Wendy Brown ha señalado que la construcción de muros fronterizos alrededor del mundo escenifica el debilitamiento de la soberanía y no su resurgimiento. Pero la nostalgia es un sentimiento peligroso; por eso el populismo es difícil de combatir. Si no lo creen, pregunten en Gran Bretaña.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es Antropoceno. La política en la era humana (Taurus 2018). En febrero publica (Fe)Male Gaze. El contrato sexual en el siglo XXI en los Nuevos Cuadernos Anagrama.