El erróneo mensaje del 15-M

EL ECONOMISTA 18/05/16
JUAN RAMÓN RALLO

Al entender de muchos, el movimiento ciudadano del 15-M supuso una rebelión pacífica del pueblo contra una oligarquía política, corrupta y extractiva. Una protesta social que exigía dignidad democrática frente a una crisis que emponzoñaba todo el sistema. Y puede que el 15-M significara muchas de estas cosas para sus entusiasmados militantes, pero hubo una reivindicación que a buen seguro estuvo ausente en el movimiento: la libertad.

Sí, qué duda cabe que los manifestantes del 15-M mostraban una simpatía genérica hacia la idea abstracta de libertad. Desde luego no tomaron Sol al grito castizo de ¡viva las caenas! Sin embargo, su concepto de libertad dejaba mucho que desear: la libertad que reclamaba el 15-M no era la libertad del individuo frente a la injerencia del Estado -y de sus corruptos y corruptores políticos- en su propia vida; no un grito a favor de la autonomía de las personas para desarrollare personal, afectiva, intelectual, profesional y comunitariamente al margen de la bota dirigista y regulatoria del sector público; no un clamor contra la expansiva politización de las relaciones sociales y económicas que había terminado pudriendo los cimientos de nuestras instituciones.

No, la libertad que reclamaba el 15-M era la de poder votar más y mejor para decidir «como pueblo» los asuntos que supuestamente nos son comunes. Pero, ¿qué asuntos nos son comunes? He ahí la gran cuestión que diferencia la libertad individual de la servidumbre colectiva: la gran cuestión que el 15-M resolvió de un modo equivocado y contraproducente.

Así, quien reclame libertad individual acotará estrictamente las decisiones comunes a aquellas expresamente consentidas por cada uno de los sujetos implicados: la legitimidad de estas decisiones colectivas derivará de la libre asociación de cada uno de los miembros que han decidido formar parte del colectivo. O, en sentido contrario, un colectivo de personas no podrá tomar decisiones en nombre de aquellos individuos que no hayan aceptado explícitamente someterse a sus votaciones.

En cambio, quien reclame servidumbre colectiva ampliará tanto como sea posible el ámbito de las decisiones comunes: el grupo decisor adquirirá soberanía sobre todas aquellas personas acerca de cuya vida quiera decidir, con independencia de si estas personas han aceptado formar parte del grupo o no. Los derechos de cada individuo frente al colectivo, pues, se limitarán a influir a través de su voto en la determinación de la voluntad colectiva a la que ulteriormente todos deberán someterse. O, en sentido contrario, ninguna persona -ni ninguna asociación de personas- puede separarse del grupo y autoorganizarse al margen de él: el colectivo democrático es absolutamente soberano sobre cada una de las personas que lo componen.

El 15-M no pidió libertad individual, sino servidumbre colectiva. Su problema no era que el Estado español decidiera sobre demasiados asuntos privados que no deberían ser de su incumbencia, sino que decidía sobre muy pocos sin contar con el pueblo, esto es, sin que las decisiones colectivas pasaran por una democracia real.

El 15-M, pues, quería más participación ciudadana en las estructuras estatales de decisión colectiva, no reconocer mayores esferas de libertad a cada español. ¿Y aquellos (muchos o pocos) españoles que ni queríamos ser gobernados por oligarquías corruptas ni por masas revolucionarias? Para esos españoles, el 15-M no ofrecía alternativa alguna salvo aceptar convertirse en sus siervos voluntarios: «la oligarquía es mala y debe ser derrocada: acepta al buen «pueblo» como tu nuevo buen amo». La acertada e imprescindible crítica a la casta política fue de la mano de una ingenua y peligrosa exaltación del colectivismo asambleario.

En el fondo, por tanto, un movimiento indignado por los abusos de poder de los políticos terminó mutando en un movimiento a favor de la concentración de poder en otra forma de hacer política y, por ende, en otros políticos. Su diagnóstico fue parcialmente correcto; sus soluciones, muy erróneas.

No necesitamos una mejor injerencia del Estado en nuestras vidas, sino una muchísimo menor injerencia. No buenos amos, sino libertad. Ese fue el mensaje que el 15-M no quiso asumir como propio y por lo que, un lustro después, continúa sin ser un instrumento para el verdadero cambio que necesita España.