El fin de las certezas

CARMEN POSADAS ES ESCRITORA – ABC – 23/06/16

Carmen Posadas
Carmen Posadas

· A pesar de que son muchas las personas que creen en cantos de sirena, somos muchos más los que no nos dejamos engañar. Lo único que haría falta ahora es que, en vez de tomarnos por débiles mentales, alguno de los candidatos apelara no a la demagogia, sino al más elemental sentido común; al bien general y no al “y tú más”, a la suma y no a la resta, capitalizando así esta más que evidente obviedad.

Donald Trump cada vez más cerca de la Casa Blanca; Austria que se salva in extremis de tener un presidente que se enorgullece de lucir como símbolo el color aciano de los nazis; en Gran Bretaña el partido ultranacionalista inglés que propicia y quizá logre el Brexit y, mientras tanto, aquí en España, Podemos que se perfila como segunda fuerza política. ¿Cómo es posible que en países prósperos y cultos la gente caiga, o esté a punto de caer, en populismos y extremismos de uno u otro signo? ¿En qué momento y por qué nos hemos hecho sensibles a las demagogias? Tal vez valga la pena mirar atrás unos años en busca de una explicación. Tres años después de la caída del Muro de Berlín, el politólogo estadounidense de origen japonés Francis Fukuyama publicó uno de esos libros que todos citan con la devoción de quien piensa que, si no lo ha leído, no sigue la onda y la reverencia de estar ante un profeta. Se llamaba, seguramente lo recuerdan, El fin

de la historia y el último hombre, y en él su autor sostenía que la lucha de las ideologías había terminado como consecuencia del fracaso del comunismo, lo que propiciaba el fin de las confrontaciones. Según Fukuyama, tal coyuntura histórica dejaba como única opción viable la democracia liberal tanto en política como en economía, por lo que los hombres satisfarían sus carencias a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en otro tipo de batallas; fin del «homo politicus». Durante unos años los acontecimientos parecieron darle la razón. Los dos paraísos del proletariado, Rusia y China, abjuraron de sus recetas marxistas, cayeron un día del caballo y abrazaron el capitalismo con la fe de los conversos. En la actualidad, son dos de los países con mayor número de millonarios. Pekín es la ciudad con más ricos del mundo y Moscú la tercera, después de Nueva York.

Dicen los cínicos que el mayor servicio que el marxismo rindió al mundo fue mejorar las condiciones de vida de los países no comunistas. Así, hay quien sostiene que, durante el siglo pasado y para contrarrestar la influencia que pudiera tener aquel modelo político en sus gentes, los países democráticos hicieron diversas concesiones a la clase trabajadora. Conquistas como la jornada laboral de ocho horas, vacaciones pagadas, seguros médicos, de desempleo y pensiones o bien se lograron o bien se consolidaron gracias al temor a que prosperaran los postulados del otro lado del Telón de Acero. Incluso algunos empresarios, como Giovanni Agnelli, por ejemplo, invitaban a sus trabajadores a unas vacaciones con todos los gastos pagados a Moscú, Stalingrado o Minsk con la idea de que conocieran de primera mano los placeres del paraíso soviético.

Después de un par de semanas de hacer inacabables colas, de disfrutar de las delicias de estar controlados por camaradas informantes, y de tener que pedir a la encargada de planta de su hotel papel higiénico a cachitos cada vez que querían ir al cuarto de baño, volvían todos reconvertidos en capitalistas irredentos. Dicho esto, hasta las mejores ideas y sistemas tienen su lado oscuro y el capitalismo no es excepción. Desde que Fukuyama –que Dios le conserve la vista– decretase el fin de la historia, también aquel ha mostrado su talón de Aquiles. Sin contrapesos, sin cortapisas ni frenos, el capitalismo es inmisericorde, propicia y hasta justifica la ley del más fuerte.

Si al ultraliberalismo unimos algunas enfermedades de las sociedades avanzadas, como la corrupción, el desgaste del Estado del bienestar o la bomba demográfica, también nuevos retos, como el terrorismo y los refugiados, tenemos ya todos los ingredientes para que se produzca el desencanto general que estamos viviendo. Nada de esto supo ver Francis Fukuyama, pero en una cosa tenía razón: vivimos un fin de la historia. El fin del mundo bipolar y sencillo de capitalistas y comunistas, amigos y enemigos, de buenas y malas recetas políticas o económicas. Ahora todo es difuso, confuso, contradictorio.

Los comunistas han descubierto la cuadratura del círculo, capitalismo sin democracia. Los enemigos de las sociedades abiertas, por su parte, ya no viven al otro lado de un muro. Ni siquiera tienen territorio geográfico, son inaprensibles, funcionan como franquicias y derrochan crueldad propia de la Edad Media. En cuanto a las recetas políticas, nos hemos quedado sin ellas y el fin de las certezas en las que vivíamos propicia el auge de los populismos, puesto que ofrecen soluciones fáciles (y completamente inviables) a problemas difíciles.

En Estados Unidos Trump quiere echar a todos los emigrantes, levantar un muro de la vergüenza y reinstaurar la tortura como forma de luchar contra «los enemigos de la libertad». A la ultraderechista Marine Le Pen la votan el 47 por ciento de los obreros y casi el 40 por ciento de los jóvenes. Y mientras, aquí en España, con cuatro obviedades por programa, Podemos ha sabido rentabilizar el descontento, el hartazgo y la frustración.

De pronto, diríase que el «homo politicus» del que hablábamos antes está de vuelta. Aquí nos encontramos todos pegados a la televisión, pendientes de los periódicos y de las tertulias como en los mejores tiempos de la Transición, solo que ahora con una confusión total sobre a quién votar, si a Guatemala o a Guatepeor. Aun así hay razones para el optimismo. Las hay a pesar de que los populismos intenten capitalizar el hartazgo apelando no a los buenos, sino a los peores instintos de las personas.

Pienso que, como apuntaba Eduardo Serra no hace mucho desde esta misma tribuna, el enconamiento está más en la clase política que en la calle y es más lo que nos une que lo que nos separa. También creo que, a pesar de que son muchas las personas que creen en cantos de sirena, somos muchos más los que no nos dejamos engañar. Lo único que haría falta ahora es que, en vez de tomarnos por débiles mentales, alguno de los candidatos apelara no a la demagogia, sino al más elemental sentido común; al bien general y no al «y tú más», a la suma y no a la resta, capitalizando así esta más que evidente obviedad.

CARMEN POSADAS ES ESCRITORA – ABC – 23/06/16