El fracaso de los gatos

EL MUNDO 24/02/17
JORGE BUSTOS

SI COMO afirma Borges a su estilo el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo. Con el nombre, por tanto, ha de bastarnos para entender la esencia de una idea, pero no somos pueblo que renuncie al bullicioso bar del adjetivo. Por eso a la justicia, como a la democracia, le crecen los apodos. Conocíamos la democracia ateniense de Pericles, la democracia orgánica de Franco, la democracia popular de China, la democracia directa de Ahora Madrid y la democracia representativa de Hamilton, que es la única digna de ese nombre. Ahora que llueven sentencias sobre nombres notorios nos apresuramos a apellidar a la justicia.

Está la justicia del talión, de una proporcionalidad imbatible. La justicia proletaria, que un día invocó don Iglesias para epatar a los burgueses de Segovia. La justicia poética, que castigó a doña Botella por destapar un féretro en las Trinitarias donde se leía «M. C.», sin sospechar que esas siglas no anunciaban tanto el hallazgo de «Miguel de Cervantes» como el relevo de «Manuela Carmena». La justicia redistributiva, que tanto subleva al que la paga. La justicia del fútbol, que no existe. Y en estos días de Black y de Nóos, la justicia «políticamente insuficiente», que para mayor calificación añade un adverbio al apellido.

La suficiencia política de la justicia es como el olor de los pedos: la opinión de cada cual varía según parámetros de distancia y autoría. Si el procesado es de nuestro partido, la condena nos olerá peor que si porta el carné del adversario. Si el absuelto está lejos de nuestra posición pero quizá por eso mismo cerca de nuestro odio, ningún castigo por debajo del potro, el garrote o el móvil sin wifi calmará nuestro apetito justiciero. Es el caso de Urdangarin, cuya desvergüenza asquea instintivamente al personal, que clama reparación. Los políticos que dicen representar a la gente reclaman en consecuencia una justicia políticamente satisfactoria, tipo Leopoldo López. Considerando en frío, yo me inclino por la aplicación aséptica del derecho, pero tampoco puedo olvidar que desde Hammurabi la punición persigue tanto el escarmiento del reo como la advertencia a la comunidad. La vocación ejemplarizante de la ley resulta, desde su invención, inseparable de otros fines directos como el resarcimiento de la víctima y la reeducación del convicto. Cabe discutir si ese reproche social no lo cumplen hoy ya con suficiente eficacia las televisiones, pero tal es el precio de la libertad de la expresión y el negociado de la ética periodística, si se nos tolera el oxímoron.

El problema de la dimensión ejemplar de la justicia es que en la práctica parece indistinguible de la revancha. El mismo resorte psíquico pulsa la condena a Rato en un parado –¡o en un banquero rival!– que en un preferentista. A esa reacción puramente emocional la llaman los alemanes Schadenfreude, palabra que deberíamos haber acuñado los españoles, pues denota alegría por el sufrimiento ajeno. ¿Es justo alegrarse de ver a Rato en la trena? No sé si elegante, pero sé que es justo para cualquier inocente. Así lo estipula el contrato social. Que se basa en unas normas racionalmente pactadas, no en el resentimiento del perdedor, ni en el narcisismo del triunfador insatisfecho. Ese que un viñetista del New Yorker cifró en esta convicción de una jauría de perros: «No basta con que tengamos éxito. Además, los gatos tienen que fracasar».