El gato y la ardilla

EL MUNDO 23/01/17
CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO

Avanzaban dando saltos eufóricos, con sus gorros rosas de orejas de gato. Coreaban: «Yes, we can! Yes, we can!» Les dije: «Perdonadme. Esos gorros… ¿Dónde los habéis conseguido?» Una chica con una larga trenza rubia me contestó: «Es el pussy hat. A Trump le gustará». Pussy también quiere decir gato. La niebla se había tragado la punta del grueso obelisco que rinde homenaje a Washington. Qué apropiado, pensé, mientras me abría paso entre la progesterona. Las chicas competían en buen rollo y en cartelería. Cerca del Capitolio había un eslogan inesperado: «Make America think again». El resto eran variaciones sobre el gato. «El lugar de la mujer es la revolución». «Viva la vulva». Así, en español eufónico.

La marcha feminista contra Trump es un nuevo episodio del proceso de retroalimentación identitaria. Trump ha ganado las elecciones contraponiendo una identidad ruda, rígida y racial al identitarismo narcisista y disolvente de la izquierda. Lo llaman nativismo y es groseramente antiliberal. La chapa de un motero lo resumía bien: «El indio americano sabe lo que ocurre cuando no se controla la inmigración». Se refería a los primeros colonos ingleses, a los abuelos de Adams, Jefferson y Franklin. La contestación del mundo demócrata ha sido una masiva kermesse identitaria con la mujer como objeto. Los extremos felices y la ciudadanía, en ruinas. «¡Vamos a perder nuestros derechos civiles!», clamaba una hippie entrada en vida. Es posible, y la culpa será de todos los que se empeñan en someter los derechos individuales a la tiranía colectiva. Trump no plantea una amenaza a un sexo sino a un sistema. Y son el sistema y el seso los que deben reaccionar.

La noche de su derrota Hillary Clinton agradeció enfáticamente el respaldo de las mujeres, «especialmente el de las mujeres jóvenes». Era un mito que le convenía preservar. La realidad es que Clinton sacó a Trump la misma ventaja entre las votantes mujeres que Obama sacó primero a McCain y luego a Romney: 12 puntos. Entre las mujeres blancas el que ganó fue Trump, por la misma diferencia. Y entre las mujeres blancas sin estudios universitarios, por 27 puntos. Las mujeres, como los hombres, los transexuales, los asiático-americanos, los judíos y así infinitamente, no son un bloque electoral. Votan en función de una variedad de asuntos, de la economía al terrorismo… El voto es como la identidad. Único. Individual.

Al dejar la marcha, junto al recién inaugurado National Museum of African American History and Culture —el tema, el tema—, eché un último vistazo al Mall. Un hombre de pelo blanco rizado hacía un esfuerzo inútil por elevar su cartel por encima de las masas: «La ciencia es más que una opinión». Será Pinker, pensé, empedernido anti-trumpista al que las feministas han atacado por decir que la verdad no tiene sexo.

Tras la tétrica intervención de Trump de la víspera y los chillidos del feminismo encendido, acudí al cementerio de Arlington como el que vuelve a casa. Coincidí con peregrinos de los dos bandos. Gorras rojas y gorros rosas se mezclaban en la entrada y en los autocares que hacen el recorrido por las tumbas de los héroes más célebres. Me aparté del camino. Los huesos de los árboles dibujaban un horizonte negro sobre una superficie ondulante de pequeñas lápidas blancas. Estrechas, modestas, idénticas, miles y miles y miles. Sobre cada una de ellas descansaba una corona de hojas de abeto decorada con un sobrio lazo rojo. Una a una, hasta sumar 400.000, fueron amorosamente colocadas por voluntarios en vísperas de la Navidad, en el homenaje anual a los muertos y a sí mismos. Arlington es la memoria y la metáfora de la nación cívica.

El primer decreto del Trump Oval, antes incluso de la derogación del Obamacare, ha sido la instauración del Día Nacional del Patriotismo. Impúdico adanismo, aislacionista hipocresía. El patriotismo es el compromiso, es Arlington, y su base es la igualdad. Hay que leer como en una letanía las inscripciones en las lápidas: nombre, apellido, origen, escalafón, fecha de nacimiento y muerte, servicios a la nación. Es un himno a la unión de los distintos. Eso es la ciudadanía: un hilo que cose a las generaciones y a los individuos en un proyecto común. El suelo que funda y fertiliza un país.

Lo explica Colin Powell en My American Journey, un libro recio y conmovedor. Antes de ser general y presidente del Estado Mayor Conjunto de la Defensa fue un chico pobre de origen jamaicano que vivía en el Bronx. Pronto fue consciente de la discriminación, pero también de las diferencias entre tipos de discriminación. La sufrían más los descendientes directos de los esclavos americanos que un inmigrante como él. Después de muchas vueltas recaló en el Ejército: «Encontré en nuestras filas una abnegación que me recordaba el ambiente entrañable de mi familia. Raza, color de piel, origen, recursos, no significaban nada». Ahora, con el identitarismo desbocado y la retórica putrefacta del pueblo contra la élite, vuelven a serlo todo.

En América, en Europa y en España, falta una política capaz de combatir esta nueva Age of Extremes. Una fuerza capaz de convocar a las multitudes desde la libertad y para la unión. Volvía de Arlington, Potomac arriba, con el eco de la prosa de Lincoln. El discurso de Gettysburg. El último párrafo de su primer discurso Inaugural. La carta que le escribió a Lydia Parker Bixby cuando supo que cinco de sus hijos habían muerto en la Guerra Civil. No hay ahora un solo líder al que escuchar con parecida atención. Al que mirar con curiosidad y esperanza.

Lloviznaba cuando llegué a Georgetown. Las aceras de ladrillo reflejaban el color pastel de las fachadas y en los interiores de las casas se encendían por última vez las luces de Navidad. Decidí desviarme hacia la universidad. Crucé una verja y en un rincón húmedo vi a un hombre sentado en un banco. Me acerqué. No es un hombre sino el recuerdo de un hombre en bronce. Lleva un trajecito pulcro, las piernas cruzadas y se apoya en un bastón. Tiene la cara enjuta y a su lado hay un tablero de ajedrez. Una placa lo presenta: «Jan Karski (n. Jan Kozielewski), 1914-2000. Mensajero del pueblo polaco a su gobierno en el exilio. Mensajero del pueblo judío al mundo. El hombre que avisó de la aniquilación del pueblo judío cuando todavía había tiempo para evitarla». Los jardines estaban vacíos. Una ardilla negra, rabiosa, enfurecida, perseguía a otra gris de un árbol a otro.