IGNACIO CAMACHO-ABC

Alonso de los Ríos nunca aceptó que la destrucción de la ciudadanía igualitaria pudiera constituir una seña de progreso

CÉSAR Alonso de los Ríos fue uno de los primeros intelectuales españoles que se dieron cuenta de hasta qué punto la falta de proyecto nacional había desvirtuado el pensamiento de la izquierda. Habiendo militado en el PCE de Carrillo y en el PSOE de González, se alejó cuando comprobó que la permeabilidad al nacionalismo se estaba convirtiendo en un problema. Educado en un regeneracionismo poskrausista, fuertemente influido por las lecturas del 98 y la cercanía personal a Delibes, tenía una concepción del progreso de España incompatible con la fractura que el desparrame autonómico había introducido en el sistema. Su mérito fue que vio muy pronto el riesgo, a principios de los noventa, cuando la descomposición del felipismo acabó en brazos de un Pujol dispuesto a meter la marcha directa que iba a acabar conduciendo a la reclamación de la independencia. Su acercamiento a la política de Aznar no obedeció a un brusco volantazo ideológico sino a la percepción de que la desorientación de sus antiguos correligionarios había dejado la defensa de los valores de igualdad en manos de una nueva derecha.

Así, el jefe de la redacción de «Triunfo», el antiguo director de la muy izquierdista «La Calle», llegó a ABC de la mano de José Antonio Zarzalejos, y en estas páginas asistió, entre la indignación y el asombro, a la deriva desencuadernada de Zapatero. Su desengaño fue paralelo al de otros grandes de su generación, como Gómez Marín, Elorza, Raúl del Pozo o Márquez Reviriego; veteranos activistas del periodismo antifranquista desubicados ante el giro centrífugo del socialismo posmoderno. Cuando CAR –solía firmar sus notas y emails con el acrónimo– publicó en 2006 «Yo digo España», el simple nombre de la nación «discutida y discutible» se había convertido en una reclamación caída en desuso, maltratada por el desprecio. Su orgullo de castellano viejo no aceptó nunca que la destrucción de la ciudadanía igualitaria pudiera constituir una seña de progreso.

César era un escritor culto, leído, profundo de conceptos, al que la decadencia errática de sus antiguos ideales había sumido en la melancolía y en un escepticismo perplejo. Sufrió la estigmatización sectaria de la izquierda, que lo etiquetó de chalado y de fanático según la técnica estalinista de aislar a todo disidente que no se dejase lavar el cerebro. Esa condena civil le radicalizó alguna postura por mero espíritu de resistencia, por no dejarse reducir al silencio. Pero nunca fue un exaltado sino un hombre dolorido que no estaba dispuesto a conceder su propio ninguneo.

Su larga obra de ensayo y prensa está atravesada por la lealtad a España como ámbito de convivencia, por la reclamación de una identidad nacional sólida frente a la hegemonía de las pretensiones periféricas. Eso es lo que deja: el ejemplo de una peleona convicción democrática, azañista, inclusiva, en la nación como idea.