José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

El desplome en Cataluña no es solo político e institucional, sino también intelectual y ya se demanda un relato de rectificación

El fracaso del proceso soberanista se produjo en octubre del año pasado, cuando declarada unilateralmente la independencia de Catalunya, la clase dirigente separatista se fue de fin de semana o huyó a Bélgica. La impostura (una partida de póker jugada de farol) quedó entonces acreditada, pero el engaño no cuajó en las bases populares porque los trucos continuaron tuneando la realidad del fiasco. Ha sido esta semana, con la quiebra de la unidad de los partidos independentistas, cuando se ha comenzado a percibir la desnudez de la pelea entre facciones y, sobre todo, el propósito de los más radicales de entre los perdedores en intentar procurar que la situación sea, cuanto peor, mejor. En la reyerta no ha tenido nada que ver el Ibuprofeno del Gobierno de Sánchez, sino una resolución judicial que introduce contradicciones entre los nuevos pragmáticos y los recientes legitimistas.

Cuanto peor, mejor, es el propósito de los seguidores pretorianos de Puigdemont que trabajan por un contexto que reciba la Crida por la República como recurso para la liquidación de la caducada CDC y la absorción improbable de ERC. Se trataría de poner en marcha un movimiento nacional que resetease el ‘procés’ y generase otro. Para conseguir este objetivo era necesario que en Barcelona se siguiese la consigna de Waterloo: más enfrentamiento con el Estado, más querellas, más presos. En definitiva, aumentar el volumen del conflicto. De ahí el ultimátum fantasma de Torra de cuya vigencia nadie responde ni en Cataluña ni en Madrid. Veremos si asoma en el debate presupuestario, tras el acuerdo del Gobierno con Unidos Podemos.

La ruptura interna de la «mayoría» del independentismo ha abierto los ojos, seguramente, a muchos de sus seguidores tratados como el atrezo de una representación protagonizada por dos clases dirigentes del separatismo: la política y la intelectual. Ambas han incurrido en la falsedad y se han sostenido recíprocamente. Hay en Catalunya una nomenclatura de autores que han amparado las mentiras de los dirigentes políticos. Y lo han hecho desde una autoridad académica y técnica en la sociología, la historia, la economía, la politología, el periodismo y el derecho que se ha venido abajo tanto como el constructo que ha significado el propio ‘procés’.

Nada ha sido como decían que sería aquellos que impulsaban el proceso, pero tampoco nada ha sido como escribían sus próceres intelectuales

De ahí que Ignacio Torreblanca haya definido la situación como «la nada secesionista» (Letras Libres nº 205) porque el proceso «no ha conseguido legitimarse ni doctrinal ni prácticamente» y ha registrado un «desmantelamiento intelectual» que ha sido «tan completo como demoledor». En definitiva: nada ha sido como decían que sería aquellos que impulsaban el proceso, pero tampoco nada ha sido como escribían sus próceres intelectuales que organizaban aquelarres históricos como aquel olvidable simposio de diciembre de 2013 que reunió a la nomenclatura bajo el paraguas del epígrafe Espanya contra Catalunya. Todos esos intelectuales han construido el marco mental del secesionismo sobre la distorsión del pasado, la falsedad de que el Estado español estaba en bancarrota de legitimación, que la monarquía parlamentaria consistía en una antigualla y que el futuro era Ítaca.

El historiador Juan Francisco Fuentes («Populismos. ¿Cuándo, dónde, por qué?». Revista de Occidente del mes de septiembre) ha escrito en un acertado ensayo que el separatismo catalán es el «populismo territorial en su máxima expresión, como panacea frente a la crisis económica y realización de un supuesto sueño colectivo de emancipación a la vez social y nacional: Cataluña como un ‘sol poble’, sin elementos indeseables que cuestionen su unidad territorial o lingüística. En ello radica la lógica del populismo».

Mientras catedráticos, publicistas, juristas, periodistas e historiadores alentaban la vana esperanza de la paradisíaca independencia y loaban los atributos del proceso (pacífico, festivo, transversal, incluyente, omitiendo la condena al discurso del odio de su vicario presidente de la Generalitat, que es aterciopeladamente calificado de «esencialista», un eufemismo como tantos en Cataluña) se estaba gestando la derrota sobre la que ninguno de los altavoces del proceso avisó, bien por ignorancia culpable, bien por sectarismo.

Responsables son los que tomaron las decisiones y los que las secundaron con ditirambos. Por eso el desplome no solo es político e institucional

Todo era posible hace poco tiempo porque las emociones permitían despreciar el principio de realidad: las empresas no se irían, los catalanes no se escindirían en sectores irreconciliables, la comunidad internacional recibiría a la Cataluña soberana sin parpadear y la narrativa de la secesión era siempre invencible frente a un Estado español calamitoso. Tan responsables son los que tomaron las decisiones como aquellos que las secundaron con ditirambos. Por eso el desplome no solo es político e institucional. También es intelectual y teórico. Ahora ya se demanda un relato de rectificación.

Antonio Franco, que fue director de ‘El Periódico’, escribió ayer en ese diario un valiente artículo («No seamos flojos») del que transcribo un párrafo: «El engaño a la ilusión de quizás más de un millón de independentistas respetables está llegando al momento de la verdad, y se ve venir en las reyertas entre sus representantes. Algunos de los que lo cometieron —con mentiras, simplificaciones, temeridades y falta de respeto a la mayoría— ya han empezado a dar marcha atrás pero remoloneando y sin reconocer con nobleza su error y su responsabilidad. Se están quedando cortos. No soy de los que piden que se den golpes en el pecho, pero sí que si son personalidades públicas tengan la valentía de rendir cuentas públicamente. Me refiero a los políticos, pero también a los periodistas y tertulianos que, además, miraron para otro lado cuando avanzó la eficiencia de las listas negras para ayudarles a tener que confrontarse lo menos posible con quienes creían que aunque España no es un país ideal en estos momentos las prioridades de Catalunya eran otras».