ARCADI ESPADA-EL MUNDO

EN PURIDAD tiene poca importancia que Josep Borrell haya dicho que Cataluña es una nación y que preferiría que los presos nacionalistas no estuvieran en la cárcel. Nadie sabe qué es una nación y las circunstancias de las medidas cautelares son a menudo opinables. Pero como dijo en célebre quiasmo José Luis Rodríguez Zapatero, son las palabras las que han de estar al servicio de la política y no la política al servicio de las palabras. Así pues, y en razón de la autoridad de esa doctrina a la que Borrell se someterá complacido, decir hoy y ahora que Cataluña es una nación significa decir que Cataluña tiene derecho a la autodeterminación. Y es absolutamente desmoralizador que el ministro de Asuntos Exteriores contradiga en la influyente BBC una de las principales cláusulas del pacto constitucional de 1978.

Mucho peor es que el día en que el nacionalismo moviliza a sus quejumbrosas gentes para exigir la libertad de los presos, el ministro discuta las decisiones judiciales y diga que habría otros modos de evitar que los procesados escapen. Debe de haberlos, pero el Estado no ha mostrado en este punto un acierto pleno: el cabecilla de la insurrección y un grupo de cómplices huyeron de la Justicia sin mayor problema. La gravedad de las afirmaciones de Borrell se comprende aún mejor cuando se piensa en la estrategia del nacionalismo. El movimiento presuntamente criminal que hace un año trató de asaltar la democracia española es hoy una gallina sin cabeza. Para comprender su parálisis basta pensar que alguna víscera de la gallina ya propone de nuevo ¡una convocatoria de elecciones! El nacionalismo catalán solo tiene un plan: forzar a la Justicia de todos los modos posibles, a través de la calle, del Parlamento, de las instituciones públicas y privadas, en una ofensiva que no desdeña ni la amenaza arrogante ni la autohumillación patética y que debe oírse como el canto de cisne del movimiento insurreccional, a que dicte sentencias benévolas contra los encarcelados. Y es impresionante pensar que la razón fundamental de la presión es que el nacionalismo no sabría qué hacer –porque nada podría hacer– ante la posibilidad de unas duras condenas. Las palabras del inestable Borrell son cómplices de la estrategia nacionalista: expanden la sospecha, ya timbrada por el Tribunal de Schleswig-Holstein –cuyas decisiones Borrell se cuidó mucho de discutir– de que la Justicia española está actuando con demasiada dureza, incluso vengativamente, y preparan el terreno del próximo invierno, cuando las decisiones ya no sean cautelares.

Se advierte bien el carácter de un Gobierno que eligió a Josep Borrell como único baluarte de la razón constitucional.