Bernard-Henri Lévy-El País

En vez de recurrir a las previsibles fanfarrias de un aniversario podríamos recuperar la furia irónica y convertir París en una Comuna desde la que decir al mundo que todos somos judíos alemanes, iraníes libres o turcos rebeldes

El 50º aniversario de mayo del 68 se aproxima a galope tendido.

 ¿Y si la celebración eludiera las previsibles fanfarrias, los doctos estudios y los relatos de los antiguos luchadores? ¿Y si —aunque solo fuera por una noche, o una hora, o el tiempo que dura una ensoñación— acudiera a beber en las fuentes de la conmemoración, en la cascada de la impertinencia, la furia irónica y la fraternidad erudita que presidieron, hace cincuenta años, aquellas barricadas mágicas, aquellos anfiteatros rebeldes y aquellos días de locura completa en los que París recuperó una atmósfera de educación sentimental?

La insumisión dejaría de ser privativa de un partido y los inquilinos de la vieja izquierda, la de las ideas de plomo, se exiliarían, de manera definitiva, a Baden-Baden.

Los socialistas se dedicarían más a los sueños que a presentar mociones.

Los zadistas [activistas para una ZAD, una Zona A Defender en sus siglas francesas] que ocupan Notre-Dame-des-Landes se convertirían en la protagonista de Zazie en el metro, y de su no-aeropuerto se elevarían bengalas de esperanza.

Los hombres y las mujeres dejarían de ir cada uno por su lado y los enamorados, las enamoradas y los amigos del deseo y la pasión arrojarían no cerdos, sino adoquines a los instigadores del nuevo orden moral que se nos viene encima.

Explicaríamos a las feministas juramentadas que Catherine Deneuve, con sus películas, ha contribuido a aflojar el yugo de las mujeres más de lo que puedan ellas hacer jamás con sus artículos llenos de reprimendas y sus invitaciones a la delación.

Repartiríamos con gran alborozo un librito rojo con fragmentos de Marivaux, una canción de Ronsard y las páginas más eróticas de En busca del tiempo perdido.

Recordaríamos que las largas marchas siempre acaban dando vueltas sin fin y que cada uno de sus timoneles es un Timón de Shakespeare, alejado de la realidad por la falsa amistad de sus cortesanos.

Paul Ricoeur, resucitado, comprobaría que un hijo de mayo, discípulo suyo, parece haber adquirido el arte de hacer respirar a una sociedad.

El Parlamento ya no estaría en marcha, sino deambulando; se desviaría por caminos transversales y sin aduanas ideológicas; en él no solo se leerían los informes del Tribunal de Cuentas, sino también a Rimbaud, Baudelaire y Romain Gary.

Los profesores y alumnos de la Sorbona serían más partidarios de Kundera que del Che Guevara

Preferiríamos vivir en Montevideo con el recuerdo del poeta Lautréamont que morir en Caracas en defensa de Maduro.

Gritaríamos a los birmanos, a los egipcios, a los argelinos, que la voluntad general es más importante que la voluntad de cualquier general.

Interpelaríamos a Estados Unidos, a los empresarios corruptos y los fósiles de la energía para invitarles a que volvieran a leer a Günther Anders o André Gorz; quizá así conseguiríamos make the planet great again.

Disiparíamos, en todos los Barrios Latinos del mundo, los gases lacrimógenos pegajosos y las fumarolas de las ideas del nacionalismo extremista: se prohibiría a Orban, se gritaría: “¡Ni patria ni Putin!” y “¡FSB igual a SS!”, quedaría claro que un Donald no vale ni un Mickey Mouse y pediríamos a Erdogan que hiciera el amor con la paz y no la guerra con los kurdos de Afrin.

Los profesores y estudiantes de la Sorbona serían más partidarios de Kundera que del Che Guevara.

Erigiríamos un monumento al novelista y activista homosexual Guy Hocquenghem delante de los locales del movimiento Manif pour tous.

Los nanterrianos de hoy y los odeonistas de siempre ocuparían la rue Sébastien-Bottin hasta que Gallimard se decida a incluir a Françoise Sagan en la colección de la Pléiade.

La gente leería más a Lacan que a Laclau y bailaría en el bulevar Saint-Michel sin dejar de reírse de los populistas, los arraigados y otros “franceses de pura cepa” encantados de haber nacido en alguna parte.

Venderíamos a China esos libros que hemos leído demasiadas veces y entonces, tal vez, las misiones diplomáticas volverían con los brazos llenos, no de contratos, sino de disidentes liberados.

Se cerrarían las televisiones propagandistas para abrir los ojos a las tragedias del mundo (otra posibilidad sería obligar a Russia Today, con amenaza de una multa gigantesca, a difundir de forma continua imágenes de las guerras de Chechenia, Ucrania y Siria).

En Twitter ordenarían a los trols que se dieran a conocer y salieran de su antro anónimo y 2.0.

Recordararíamos a los catalanes que Vargas Llosa vale más que Carlos ‘Pousse-Démon’

Seríamos astutos como zorros frente a esas otras policías que son las GAFA, las grandes empresas de Internet.

Repartiríamos adhesivos de “Te quiero” entre los policías de toda la vida, esos que vigilan el edificio de Charlie Hebdo, las sinagogas y las estaciones, y también entre los paisanos de París, caminantes genuinos de las revoluciones, no en un clic de Instagram; el sombrero de Louis Aragon entraría en el Panthéon; y todos preferirían morir a los 30 años que renunciar a sí mismos a los 60.

El fondo del aire volvería a ser rojo, y dejaría de tener el gris antracita de nuestras pasiones más tristes.

Recordaríamos a los corsos que las fronteras, en cualquier caso, no existen.

Y a los catalanes, que Mario Vargas Llosa vale más que Carlos Pousse-Démon.

París se convertiría en una segunda Comuna, desde la que diríamos al mundo que todos somos judíos alemanes, iraníes libres, turcos rebeldes, iraquíes soñadores y rohingyas en peligro.

Haríamos barricadas con las bicicletas municipales; disfrazaríamos la rue des Écoles de plaza Maidan o de Parque Gezi para decir que los verdaderos insumisos son siempre cosmopolitas; en la plaza de la Concordia, proyectaríamos en una pantalla gigante imágenes de solicitantes de asilo a los que se ha rechazado injustamente; las calles que bordean el río volverían a abrirse para dar paso a desfiles de psicoanalistas y parados indignados, patronos foucaldianos y defensores del derecho a la pereza, ecologistas californianos, carnívoros irredentos, lectores de Abdelwahab Meddeb que marcharan gritando “Ni yihad ni pañuelo”, admiradores de Rushdie y de Polanski.

Seamos realistas, pidamos lo imposible.

De esa forma, en vez de invocar a los manes extintos de los tres contestatarios de los Treinta Gloriosos, en vez de ver una y otra vez las diapositivas en blanco y negro de nuestros Gavroche [niño abandonado de la novela Los miserables], esos mocosos que hoy peinan canas, en vez de comportarnos como un país viejo y diseccionar lo mejor que tenemos, recuperaríamos la emoción de aquellas santas semanas.

Bernard-Henri Lévy es filósofo.