El mito de la caverna florentina

EL MUNDO – 08/05/16 – ARCADI ESPADA

Arcadi Espada
Arcadi Espada

· Mi liberada: Como periodista joven, todos los pensamientos, incluidos los más vulgares, son para mí novedad y descubrimiento. De ahí que vaya a contarte mi experiencia en el Estadio. Por influencia del experto Jorge Bustos e invitación del magnate Florentino Pérez estuve esta semana en el palco del Bernabéu viendo cómo el primer club del mundo y segundo club de Cataluña vencía a un equipo inglés y pasaba a la final de la Copa de Europa. El fútbol me interesa poco, excepto en su vertiente política. Como aquel gran Pablo Porta, que fue una de las primeras víctimas del populismo mediático, sería incapaz de tragarme un Camerún-Uruguay a menos de que las dos naciones estuvieran en guerra.

Pero, desde mi infancia, procuro no perderme un Barça-Madrid, porque siempre hemos estado en guerra. En realidad, juegue contra el que juegue, mi Madrid siempre juega contra el Barça y supongo que lo mismo le pasa a mis enemigos. Incluso la victoria más modesta siempre es a costa de los azulgrana, y es gracias a ellos y para el goce de ellos la tristeza incurable de nuestras derrotas. A veces en la madrugada, y anclado sin contemplaciones frente al espejo, me he preguntado si mi equipo no será el Barça y mi práctica la de un fanatismo inverso; si antes que el equipo de mis amores no estará el equipo de mis odios.

El porqué esto es así habiendo nacido en Barcelona de emigrante andaluz y episódica catalana no es fácil de saber. El charneguismo es lo primero que viene a la boca, pero no es condición suficiente, porque es sabido que se puede ser charnego y Vázquez Montalbán. El Barça es un fluido pasillo de integración social y moral, pero o yo no vi necesidad de integrarme, porque nunca estuve fuera de nada, o entendí precozmente que ese equipo y lo que traía asociado era un camino a la desintegración.

Mi explicación favorita es estética y trata del color de las camisetas. Es difícil imaginarse un maridaje cromático más absurdo y pernicioso que el azulgrana. Ver al Madrid, de blanco sobre la hierba, fue siempre una coreografía, aunque jugara el sudoroso Ángel de los Santos. Por el contrario, basta un azulgrana sobre el verde para que el campo adquiera la calamitosa estética de un chikipark. En mi rechazo, desde luego, estuvo también lo de culé, esa oscura, patriótica y religiosa declaración de intenciones desde el puro arranque nominativo.

Pero nunca estuve en el Bernabéu, viendo a mi Madrid.

Convendrás, mi torcida blaugrana, que estrenarme por el palco en semifinales europeas y ganando mejora decisivamente mi currículum. El palco del Madrid es donde hoy chicotea la crema de la intelectualidad. Figúrate que la otra noche no solo estábamos allí Bustos y yo, sino también Novak Djokovic, Cristina Cifuentes y Mariano Fernández Bermejo, el cazador. Dicen que el palco es, además, el claustro del poder de España. Comprobé hasta qué punto era cierto en cuanto aparecieron los jugadores. Los otrora dioses adquirieron una estatura humana convencional. Comprendí que verlos desde las altas gradas donde prospera el pueblo, o a través del ojo infatuado de la televisión era la clave de su identidad de gigantes.

Desde el palco, con su inclinación corta y suave hasta la hierba, los jugadores adquirían una inesperada condición. No solo podía tratarlos de tú a tú, sino que era fácil reducirlos a la condición de servidores. Es cierto que no estaba Benzema, pero desde aquella altura confiada el juego parecía fácil, incluso escolar. Estoy seguro que desde el plasma o la gradería celestial donde Florentino ha instalado su muchachada de voces blancas para que la bondad triunfe sobre el ultraísmo, el único gol del partido, marcado por el jugador Bale, pareció una proeza inverosímil. A mí me pareció una ejecución algo cargada de obviedad. Y cuando al final, sufriendo insípidamente, al ex jugador James se le hizo un trombo la pelota me vi diciéndole, sin emoción ni ira, pásate a por la cuenta. Por eso es el palco del poder: reduce. El gladiador raseado en hombre. O ese portero Keylor Navas dando saltos por el área, cabeza sin pollo en medio de la hechicería.

El palco escenifica también las amargas incomodidades que padece la clase directora. Sería un lugar excepcional para oír el fútbol. El viento de los extremos insomnes. Pero de las gradas baja una lava de aullidos permanente. Parece que animen, que celebren; el miércoles comprendí que gritan solo porque no ven. En el palco sirven champán y mil bagatelas de la blanda y embassy cocina del brioche. Para amenizarla, y mientras tocaba Modric, estuve a punto de pedir que sonaran los primeros compases del danzón número 2 de Arturo Márquez. ¿Pero cómo se habría sobrepuesto al griterío?

Los asientos disponen de monitores de televisión que ofrecen la retransmisión del partido. Del mío, al menos, salía una voz sorda e insidiosa que decía a cada tanto: «Recuerda que eres mortal y de dónde vienes». Su instalación ha sido una gran idea. El palco y sus enfeudados aledaños permiten que unos pocos centenares de personas asistan a lo irrepetible. Observa con franqueza tu vida, liberada, y dime cuánto de ella no es réplica y pantalla. El progreso humano puede explicarse como un implacable acoso del original. Todo es copia. Tú misma, copia de tantas. Después de ver al jugador Bale esquinado y veloz, clavándola en la red, me senté de nuevo, eché hacia atrás el cuerpo feliz y miré el monitor. ¿La repetición? ¡Quiá! Naturalmente no repetían lo que había visto sino lo que el ojo alquilado de la cámara había visto.

Tuve una sensación agradable. Estaba basada no tanto en la experiencia del placer sino en el conteo rápido de los miles de hombres de aquel estadio y fuera de él a los que esa experiencia les estaría negada. Se trata de algo dañino y hasta inmoral, de lo que no debería hablarse en público. Lo reconozco pero te exijo que tú reconozcas también a qué extremos de locura y catástrofe conduce la experiencia contraria: la de esos momentos en que el hombre encuentra su felicidad disolviéndose en la masa, ellos, sus actos y su responsabilidad.

Vi otra vez por la pantalla la banalidad unidimensional de puntos blancos corriendo por la banda y marcando su golito, ya irremediablemente degradado por la repetición, miré luego en torno del palco ocupado por hombres satisfechos, pero un punto indolentes, y decidí que te escribiría esta carta para que comprendieras conmigo que este palco, contra lo que diría tu labia podemita, no es la caverna, sino expresamente su opuesto. Uno de esos raros lugares donde el hombre se libera de la cruel sombra platónica y asciende a la vida.

Pero sigue ciega tu camino.

EL MUNDO – 08/05/16 – ARCADI ESPADA