El nombre, la vergüenza

EL MUNDO 12/07/16 – ARCADI ESPADA

· Se llamaban Convergencia y para rematarlo Unión. No fue casual. En aquel tiempo, y durante mucho tiempo, su programa político fundamental fue la unidad civil de Cataluña. Sus reacciones más beligerantes siempre trataban de lo mismo: una sola comunidad, un solo pueblo, como decían. De ahí que acallaran cualquier disputa sobre la inmersión lingüística con el argumento de que la unidad civil peligraba. De ahí que cualquier argumento político que naciera extramuros del catalanismo fuera despreciado con el adjetivo lerrouxista, que antes que cualquier otra cosa quería y quiere decir divisivo, fragmentador, incívico.

Todo era mentira, naturalmente. La unidad civil fue solo la principal de entre las múltiples falsificaciones que les permitieron hacerse con la hegemonía. Cuando lo consideraron necesario se deshicieron de ella y no dudaron en poner su proyecto político, divisivo, fragmentador, incívico, por encima de la unidad de lo que llamaron, y aún se atreven a seguir llamando, el pueblo catalán. Convergencia (y Unión) no ha desaparecido porque la corrupción la haya minado al nivel aproximado de otros partidos españoles —que ni siquiera en la honradez pudo hacer valer el arrogante hecho diferencial.

Tampoco por el socavón ético donde mora ya para siempre su fundador, que en esto sí han dado la talla de la diferencia: que Pujol fuese todo él mentira no hace sino encarnar de modo solemne la mentira global del catalanismo, corrompido por el dinero y corrompido por la política como ya declamara Gaziel sobre el cadáver de Cambó en su célebre memoria del desierto, lo diré, mil veces ciento, mil veces mil: «Políticamente, ideológicamente, no han dejado nada; económicamente, todos se han enriquecido»

No.

Convergencia (y Unión) desaparece porque el forzamiento de las palabras tiene también un límite. Porque la vida política de Artur Mas, de Carles Puigdemont, de Xavier Trias, de Francesc Homs y hasta de uno que se llama Turull está ya suficientemente cargada de vergüenza, tiene tara y peso máximo hasta un punto tan crecido, que la cruel posibilidad de que siguieran llamándoles convergentes (¡y hasta unionistas!) frustraría cualquier posibilidad razonada de supervivencia.