ABC-IGNACIO CAMACHO

Cuando las élites normalizan el plagio sin que suceda nada, la sociedad recibe legitimidad moral para hacer trampa

EN el recién aparecido ensayo de José Varela Ortega «España, un relato de grandeza y odio» –un brillante recorrido a través de la imagen de España y sus estereotipos históricos– hay más de 3.400 citas a lo largo de 1.080 páginas. No existe un dato que no esté referenciado, ni una afirmación ajena que el autor no atribuya correctamente a su propietario. Con título, editorial y fecha de publicación, como es usual en el mundo académico, y a menudo con algún comentario sobre la propia cita para situarla en el contexto adecuado. El profesor Varela es nieto de Ortega y Gasset y de niño jugaba correteando por su despacho; estudió en Oxford, fue discípulo de Raymond Carr y de Joaquín Romero Maura y su trayectoria intelectual y editorial –como director de la «Revista de Occidente», por ejemplo– goza de enorme prestigio en el ámbito universitario. Su extenso despliegue bibliográfico no es ningún alarde: para él se trata de un requisito simple y esencial de su trabajo, en el que está estrictamente prohibido –no tanto por la ley, que también, sino por el pudor, por la autoestima, por el respeto a los colegas– apropiarse de una idea de otro o transcribir sin la correspondiente mención de fuente un solo párrafo.

Para cualquier investigador experto, el debate sobre los plagios de nuestros dirigentes públicos constituye una anomalía impropia del estándar cultural de cualquier país europeo. Lo excepcional del caso no es la transgresión de los elementales códigos éticos sino el hecho insólito de que los infractores le quiten importancia al desafuero. Que se considere normal la reproducción sin advertencia de contenidos ajenos y se justifique el método alegando que es admisible mientras no rebase un determinado tanto por ciento. Que se otorgue carta de naturaleza al fusilamiento masivo y sistemático de enunciados completos, que tan desaprensivo proceder escape al juicio y control de los tribunales de tesis y de los jurados de premios, y que el escándalo pase sin sanción política pese a afectar a los presidentes del Senado y del Gobierno. Pero sobre todo, que la copia y el corta-pega de textos se hayan convertido en hábito en universidades atentas sólo a la expedición de másters y títulos diversos, al punto de sumir al sistema entero en una vergonzante burbuja de endogamia y descrédito.

Ése es el verdadero problema. Cuando el primer gobernante de la nación se doctora con una tesis espuria sin que suceda nada, toda la sociedad se siente legitimada para hacer trampa. Cuando la picaresca y el fraude moral encuentran al máximo nivel una desenvuelta y cínica coartada, el paradigma social de excelencia y ejemplaridad sufre una perversión a gran escala. Y cuando las élites conceden a esta clase de conductas una indulgencia interesada, la cuestión deja de ser una controversia académica o mediática para afectar de lleno a la calidad de la democracia.