El Correo-JAVIER ZARZALEJOS

Lo de menos es trasladar los restos de Franco desde el Valle de los Caídos. Lo grave es considerar que hacerlo es una situación «de extraordinaria y urgente necesidad» 43 años después

Ha sido el historiador Ricardo García Cárcel el que ha hablado de una Cataluña «enferma de pasado». El certero diagnóstico contenía la explicación de todos esos síndromes autodestructivos de una comunidad en la que casi la mitad de sus integrantes y todas sus instituciones se afanan por alimentar el sectarismo, aprisionados en la vivencia agónica de un pasado reinventado que se cuentan unos a otros en la clave victimista que creen que justifica su desvarío.

Lo que debemos considerar ahora es que esa enfermedad parece contagiosa. La Transición y el pacto constitucional actuaron como vacunas contra ese mal paralizante e incivil. Pero no se han seguido administrando las necesarias dosis de recuerdo para mantenerlo alejado, sino más bien lo contrario. Con el falso argumento de una catarsis que sólo parecen necesitar los inadaptados a la democracia desde su radicalismo se vuelve a jugar con la historia, con la peor historia. Lo de menos es que se trasladen los restos de Franco desde su tumba en el Valle de los Caídos. Lo grave es que un Gobierno considere que hacerlo después de 43 años del enterramiento y tras 21 años de ejecutivos socialistas es una situación de «extraordinaria y urgente necesidad», que es lo que según la Constitución justifica un decreto-ley. Y que además este decreto-ley se promulgue para privar de manera singular a unos determinados ciudadanos –los familiares de Franco– de la posibilidad de recurrir a los tribunales; es decir, de su derecho a la tutela judicial efectiva.

Pero los principios de la democracia y el respeto a las libertades se ponen a prueba y tienen sentido precisamente cuando amparan lo que no nos gusta, incluso lo que detestamos. Ocurre con la libertad de expresión cuando protege el derecho de los otros a decir lo que nos desagrada hasta, tal vez, sentirnos ofendidos. Y ocurre con las garantías judiciales que benefician a probables delincuentes. Abierta la subasta por un Gobierno en desesperada necesidad de apoyo, se puja por la anulación de los juicios del franquismo, la rehabilitación de Companys, quien se rebeló contra la República, o la derogación –naturalmente parcial– de la Ley de Amnistía, que es junto con la Constitución un pilar del pacto de la Transición democrática.

La recaída en la enfermedad española del pasado abre la posibilidad de una agenda para la regresión en la convivencia. ¿Por qué no una comisión de investigación para conocer lo que fue del trotskista Andreu Nin a manos de sus enemigos estalinistas del Partido Comunista? ¿O una iniciativa para que se levante un monumento a Domingo Batet, el general catalán que se ganó la laureada de San Fernando por sofocar la rebelión de Companys en octubre del 34 tomando la plaza de Sant Jaume y reduciendo la resistencia de los mossos levantados contra la legalidad republicana, y que acabó en febrero del 37 ante un pelotón de fusilamiento de las tropas de Franco por no secundar el alzamiento militar? Y puestos a anular, es posible que a alguien se le ocurriera proclamar solemnemente que fueron el fraude y la violencia los que permitieron al Frente Popular atribuirse el triunfo en las elecciones de 1936 en un episodio del que ya no cabe dudar después de estudios de la solvencia del publicado en 2017 por los historiadores Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa, de los que Javier Tussell fue precursor.

El cesto de cerezas (podridas) puede ser inacabable una vez que se empieza a tirar de ellas; una vez que alguien sin otro ánimo que el de ruptura declara caducados los pactos, los sobrentendidos, los equilibrios de la Transición, en nombre de una supuesta autenticidad que, sin explicar por qué, sostienen que faltó en los compromisos que trajeron la democracia a España hace ahora 40 años.

Un Gobierno en el que Podemos empieza a parecerse al loro en el hombro del capitán para imponer sus extravagancias más destructivas, que se dedica a actuar por decreto y del que no se atisba ninguna iniciativa de contenido verdaderamente estructural. Un Ejecutivo que depende del independentismo agresivo de Torra y Puigdemont después del golpe de mano de este último, que hace un mes descabalgó a los que en su partido habían apoyado la moción de censura, puede ser cualquier cosa menos un proyecto serio de futuro. Su afán por seguir dando vueltas a la memoria histórica no es más que el síntoma de esta regresión que sufre el país, el reflejo de la falta de proyecto de un Gobierno que solo busca la supervivencia, cultivar su huerto electoral y acomodar hasta el límite las diferentes exigencias de sus aliados, ninguno de los cuales tiene en su programa ni el fortalecimiento de la democracia ni del interés general del país. La cosa no acaba ahí porque una regresión política de esta magnitud exige en paralelo la regresión democrática del abuso –y la manipulación– del decreto-ley, la eliminación de los contrapesos institucionales como las potestades del Senado contempladas en la Ley de Estabilidad Presupuestaria. Que Pablo Echenique califique de «espuria» la mayoría del PP en esta Cámara es una barbaridad de este atrabiliario personaje que evidencia las taras en términos democráticos de los populistas de la extrema izquierda.

Con el Gobierno de la censura, nuestro país carece de una agenda positiva, integradora y con capacidad para dar respuesta a las cuestiones cruciales que deberíamos estar discutiendo. Esta combinación de regresión democrática y vacío de liderazgo efectivo alienta el riesgo de una España también enferma de pasado a la que urge poner remedio mediante la voz de las urnas.