GABRIEL TORTELLA-El Mundo

  El autor cree que Rajoy se equivocó al convocar tan pronto los comicios catalanes, ya que considera que, con más tiempo, el electorado hubiera sentido los beneficios de una administración más eficaz. 

PARA UN INGENUO como quien esto escribe, que confiaba secretamente en que en las recientes elecciones catalanas iba a emerger un voto oculto que podría causar un vuelco en el reparto de poder en el Parlament de Cataluña, todo ha resultado una profunda decepción. Y ello no porque no se haya producido la emergencia del voto oculto, que sí se produjo, sino porque ha sido insuficiente para producir el ansiado vuelco. El voto oculto de Ciutadans no ha sido, ciertamente, despreciable: de unos 150.000 votos, ya que esa ha sido, aproximadamente, la diferencia entre los sufragios obtenidos por Ciutadans y los recibidos por el segundo partido, el separatista llamado Junts per Catalunya, ya que las encuestas daban empate técnico entre ambas formaciones. El problema radica en que gran parte de este voto oculto debe haberse nutrido de antiguos caladeros del Partido Popular, porque éste ha perdido, entre las elecciones de 2015 y las de ahora, una magnitud muy parecida a la ganada por Ciutadans. Por tanto este voto oculto ha sido más bien un transvase oculto, dejando a las huestes constitucionalistas en su conjunto en situación muy parecida a la que obtuvieron en 2015. Vencedores en votos, perdedores en escaños.

Y aquí viene una de las grandes lecciones de estos comicios: la claridad, la consistencia, la fidelidad a sus propios principios, le han resultado muy rentables a Ciutadans, mientras que la tibieza, la equivocidad, la indecisión y la intención de ocultar sus señas de identidad, le han pasado al PP una factura muy alta. Quizá el juego de los equívocos le haya dado resultado al PP en otras ocasiones. Yo me permito dudarlo. En todo caso, en Cataluña le ha venido dando pésimos resultados, y lo mismo puede decirse de lo que ha cosechado su ambigüedad en fechas no lejanas en el País Vasco, en Andalucía, en Baleares y en Valencia. Algo parecido se aplicaría al Partido Socialista (que ha ganado un triste escaño, muy por debajo de lo que se proponía) con ese programa consistente en nadar entre dos aguas, las constitucionales y las separatistas, con la esperanza de convertirse en puente, a ser posible, de mando. Pues ni puente, ni mando. Vana esperanza. No estaban los electores para medias tintas, ni para fórmulas absurdas como la de «nación de naciones» y demás majaderías. Más grave aún que la del PSC es la situación de En Comú Podem, que en esta campaña ha dado muestras de adolecer de la misma sequía mental que sus correligionarios de Madrid y ha perdido más de 40.000 votos y tres escaños de 11 que tenía.

Estas eran unas elecciones muy raras por muchas razones: las circunstancias de su convocatoria, incluso su fecha (día laborable) pero, sobre todo, el venir tan seguido tras la fugaz proclamación de la república y la suspensión de la autonomía por el artículo 155 de la Constitución. Quizá sin darse cuenta, Rajoy se colocó en una clara situación de inferioridad al convocarlas tan pronto después de la intervención. Si se hubiera dado tiempo para intervenir a fondo en las trapisondas de los Gobiernos separatistas hubiera podido hacer sentir al electorado catalán los beneficios de una Administración más eficaz y honrada, quizá disminuyendo algunas tasas y aliviando un tanto la presión fiscal que padece el sufrido contribuyente catalán. Hubiera dado tiempo, también, para que los delitos por los que se juzga a los responsables del fraude republicano quedaran claros y refutado el insidioso apelativo de «presos políticos». También hubiera podido ponerse coto a los abusos informativos de las cadenas televisivas dependientes de la Generalidad. Al no dar tiempo para estas cosas, y tantas otras posibles, el electorado catalán lo único que tenía presente era que Madrid y el PP habían intervenido la autonomía catalana y que había que tomar revancha. 

No se contó con otro factor que yo llamaría el peronismo catalán. El general Juan D. Perón, uno de los primeros caudillos populistas, tras dominar la política argentina en los años 40 y primeros 50, fue derribado en 1955 por un golpe militar (la revolución libertadora) cuyo objetivo último era restaurar la democracia. Esto era más sencillo de decir que de hacer, porque Perón era muy popular y tenía grandes probabilidades de ganar las primeras elecciones libres. Los libertadores acudieron a toda clase de expedientes. Acabaron impidiéndole la vuelta al país e incluso prohibieron la mención de su nombre. Pero antes le acusaron de malversación y de ser homosexual (su porte y arrogancia militar siempre fueron claves para su popularidad). Demostrar que hubo corrupción en su gestión no era difícil; para acusarle de ser gay hubo que publicar fotografías, probablemente trucadas. Todo fue igual: sus incondicionales se manifestaban en masa gritando: «Puto [gay] y ladrón, queremos a Perón». Los peronistas eran adictos incondicionales. 

Así son los peronistas catalanes. Apoyaban el separatismo porque Cataluña se iba a convertir en una nueva nación de Europa, donde iba a ser recibida con los brazos abiertos. La inversión iba a fluir a raudales tras la independencia y las empresas emprenderían una carrera en pelo para instalarse en la nueva Arcadia; a los turistas, por supuesto, habría que ponerles tasas especiales para que no se agolparan en las fronteras. Y así todo. Pero en cuanto los separatistas dieron los primeros pasos para la separación, ocurrió exactamente todo lo contrario de lo que habían prometido: la carrera en pelo empresarial fue para irse; el intento de secesión fue muy mal recibido por los directivos de la Unión, que repitieron por enésima vez que para ellos era primordial la integridad del territorio de los países miembros. Las inversiones extranjeras en Cataluña cayeron en picado y los turistas buscaron destinos menos conflictivos. Hasta las ventas de automóviles y vivienda cayeron. Pues a los peronistas catalanes tampoco les importaba que les hubieran mentido (ni que les hubieran robado): «Falso y ladrón, queremos a Puigdemont», parecen decir mientras escuchan arrobados sus mensajes por plasma desde Bruselas. 

MARIANO RAJOY y los suyos han operado desde hace años con la premisa de que el catalán era hombre de seny, pactista y apegado al dinero, al que se podía «transigir con plata», como decía Valle-Inclán. Ya va siendo hora de que se desengañen: el separatista es un peronista catalán, que se mueve por impulsos irreflexivos, condicionado por largos años de adoctrinamiento escolar y televisivo, y que a menudo se somete voluntariamente a las consignas de la ANC o del Òmnium acerca de los medios que hay que ver, leer o escuchar, y los que no. Sus líderes siempre están dispuestos a pactar que les den más dinero, porque llevan lustros quebrados, pero es un pacto desigual en que una parte paga y la otra no da ni las gracias, todo lo contrario. La monstruosa deuda del Govern justifica, o, mejor, exige, que se sometan sus cuentas a un escrutinio minucioso para que el dinero del contribuyente español deje de ser, como hasta ahora, la fuente de financiación del separatismo. Con 155 o sin 155. El que paga, manda. Si quiere. 

El panorama postelectoral es desolador. Quedan algunos pequeños consuelos. En primer lugar, el éxito enorme de Ciutadans, que ya hemos comentado. Por fin un partido constitucionalista catalán ha vencido claramente en unas elecciones autonómicas, algo que no sucedía desde hace 37 años. Es una gran victoria, máxime porque es un partido nuevo, moderno, urbano, y por ello penalizado por la ley caciquil electoral vigente. En consecuencia, a pesar de su victoria, no gobernará. 

Pero, eso es otro consuelo, porque los separatistas han dejado Cataluña hecha unos zorros económica y socialmente, tras años de opresión, corrupción e incompetencia. Para Ciutadans hubiera sido muy injusto tener que enfrentarse con la situación imposible que deja el independentismo. Que se enfrenten ellos, divididos y perseguidos por la ley, al maremágnum que han creado. Hay una cierta justicia poética en que administre los establos de Augias el mismo que los ensució. Ojalá algún día Cataluña despierte de la pesadilla peronista. Pero, ojo, que Argentina ha pagado muy caro su idilio con Perón y aún no se ha librado totalmente de las secuelas. 

Gabriel Tortella, historiador y economista, es coautor de Cataluña en España. Historia y mito, junto a J.L. García Ruiz, C.E. Núñez y G. Quiroga, publicado por Gadir.