El placer de ser odiados

JESÚS LAÍNZ – LIBERTAD DIGITAL – 03/09/16

Jesús Laínz
Jesús Laínz

· Lo sorprendente es que, ante este caudal infinito de tópicos, cada uno más necio que el otro, haya quienes encuentren en argumentos para agitar victimismos.

Se ha publicado por ahí –da igual el autor, el medio y el título, pues el contenido siempre es el mismo– el enésimo artículo denunciando la catalanofobia de los españoles por lo menos desde tiempos de los Reyes Católicos y sobre todo desde los famosos dicterios de Quevedo. Tanta insistencia tiene un motivo bien claro: demostrar que a los catalanes no les queda más remedio que separarse de España porque los españoles les tienen manía.

Pueril paranoia, pues Cataluña no goza de exclusividad alguna en asuntos de antipatías regionales. Los prejuicios, la ignorancia y la cazurrería están esparcidos con admirable igualdad por todo el planeta. Sólo con viajar un poco se advierten fácilmente las antipatías, desprecios y hostilidades existentes entre multitud de regiones de multitud de países. Empezando por el clásico enfrentamiento entre estadounidenses de un lado y otro de la línea Mason-Dixon, ascua no apagada de una sangrienta guerra civil habida hace sólo siglo y medio, podríamos continuar por el antiprusianismo tan arraigado en otras regiones alemanas o la obsesión de los italianos septentrionales con los terroni. En cuanto a nuestros vecinos transpirenaicos, basta un vistazo a las historietas de Astérix, auténtica enciclopedia del prejuicio nacional y regional francés.

Ascendiendo de lo popular a lo literario, si a los nacionalistas catalanes les parecen singularmente horrorosas las palabras de Quevedo sobre los catalanes, deberían continuar con las de Swift sobre los irlandeses, las de Johnson sobre los escoceses o las burlas de Shakespeare sobre el modo de hablar de irlandeses, escoceses y galeses. Y si tanto les interesan los improperios contra los catalanes, no olviden los que escribieron los italianos Villani, Dante y Petrarca, bastante anteriores a los de Quevedo, por cierto, no vayan a creer que esto de la catalanofobia es invento castellano.

No hay rincón de nuestro país, o de cualquier país, en el que no se pueda encontrar un agravio, algunos incluso rimados: «De una puta y un gitano nació el primer valenciano» (otros dicen sevillano), «Ni judíos ni gitanos: los peores, los murcianos», «Alavés, falso y cortés», «Asturiano, loco, vano y mal cristiano», «Del Ebro para abajo, al carajo», etc. Cada región sufre su tópico: los catalanes, avaros; los aragoneses, testarudos; los madrileños, chulos; los bilbaínos, fanfarrones; los andaluces, holgazanes, etc.

La mayor acidez suele reservarse para los más cercanos: no hay peor ofensa para un sevillano que confundirlo con un granadino; los vizcaínos llaman despectivamente «guipuchis» a sus vecinos orientales y «babazorros» y «patateros» a los alaveses; y «coreanos», «manchurrianos» y el célebre «maquetos» a los llegados del resto de España; y de gijoneses y ovetenses, mejor ni hablar.

Lo sorprendente es que, ante este caudal infinito de tópicos, insultos y prejuicios, cada uno más necio que el otro, haya quienes encuentren en ellos argumentos para agitar victimismos. ¿Qué hubiera sucedido si el pueblo que sufre la fama de ser el hogar de los más tontos de España, en vez del onubense Lepe, hubiera sido Manresa? ¿Habría dado mayor razón a los partidarios de la secesión? Y si la canción de Alaska y los Pegamoides «Murciana marrana» se hubiera titulado «Catalana marrana» o «Guipuzcoana marrana», probablemente algunos hubieran justificado el asesinato de guardias civiles como consecuencia del odio vertido por los malvados españoles hasta en la música pop.

Sí, mucho gusta recordar las agrias palabras de Quevedo sobre los catalanes, pero al mismo tiempo se olvidan las del Quijote describiendo Barcelona como «archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única».

Y a nadie le interesa recopilar los muy numerosos y enjundiosos elogios a Cataluña que escribieron Tirso de Molina, Cadalso, Jovellanos, Menéndez Pelayo, Marañón, Ortega, Azorín, Sánchez Albornoz, Pemán o Marías; y menos aún reproducir textos como la carta que una nutrida representación de intelectuales castellanos escribió en 1924 como protesta por las medidas restrictivas del uso público de la lengua catalana acordadas por el Directorio primorriverista, en la que expresaron a los catalanes que «las glorias de su idioma viven perennes en la admiración de todos nosotros» y que «serán eternas mientras exista en España el culto del amor desinteresado a la belleza».

Pero el detalle esencial en toda esta tonta historia de rivalidades es que mientras que las que se cruzan por toda la piel de toro desde hace siglos, al igual que en cualquier otra parte del mundo, son el fruto espontáneo del matrimonio entre la ignorancia y el ingenio, ha habido unas opciones políticas muy concretas que llevan un siglo avivando consciente y calculadamente el odio regional con fines políticos. Otro día hablaremos de ello.

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