ABC-IGNACIO CAMACHO

La paz es lo contrario de la desmemoria voluntaria, del silencio encubridor y de la reconciliación simulada

EN torno al terrorismo vasco hay una noticia buena y otra mala. La buena es que la disolución de ETA significa el reconocimiento de que ha sido derrotada, aunque lo admita a su modo torcido, deshonesto, innoble y lleno de falsa arrogancia. La mala consiste en el riesgo cierto de que su derrota no quede clara; en la posibilidad de que el relato de esta siniestra etapa se vuelva confuso o ambiguo para una sociedad ansiosa de pasar página. Y en que la desaparición de la banda, sin pedir perdón a todas sus víctimas, sin colaborar con la justicia en el esclarecimiento de los trescientos crímenes pendientes de autoría y sin una entrega real y efectiva de las armas, dé lugar a la continuidad de su proyecto a través de uno o varios partidos dispuestos a asumir su herencia impartiendo encima lecciones de democracia.

La paz es algo distinto de la ausencia de violencia armada. La paz significa memoria, dignidad, justicia y verdad, como las víctimas reclaman, pero también un escenario político y social en el que los autores y cómplices del sufrimiento no puedan aspirar a ninguna clase de relevancia. No ya a la que esperan con el burdo montaje de esta semana, con esa mostrenca escenificación destinada a tratar de obtener ilusoria alguna contrapartida penitenciaria, sino a la que les pueda conceder una parte de la población vasca con el entendimiento reblandecido por cierta especie de amnesia espontánea. La paz es lo contrario del silencio encubridor y de la indiferencia voluntaria. La paz después de tanto dolor no puede brotar de un empate autoconcedido, ni de un ignorancia forzosa o inducida, ni de una reconciliación simulada. La paz no puede incluir la prolongación política –el partido ETA– de los postulados que sustentaron la agresión armada, ni aceptar la fraudulenta teoría del conflicto, ni contemplar que la estructura civil de los asesinos quede intacta.

El propósito de convivencia es engañoso porque el designio totalitario del independentismo radical no ha desaparecido. La cohesión democrática de España, bajo zozobra tras la revuelta catalana, estará en peligro si el Estado y sus agentes públicos ceden a la tentación del olvido y se conforman con el mero cumplimiento formal –y aun así incompleto– de unos exiguos requisitos. La banda está vencida pero su proyecto de ruptura excluyente no ha prescrito, y lo que pretende es continuarlo bajo un disfraz representativo. Y aunque las leyes actuales no lo pueden impedir, las autoridades y las instituciones están ante el imperativo de continuar exigiendo responsabilidades en sus términos más estrictos. No sólo con penas de cumplimiento íntegro, sin componendas ni beneficios, sino con una pedagogía política que transmita tal como fue la experiencia del sufrimiento de un pueblo digno acosado por una manada de asesinos.

Sin esa narrativa de la verdad, lo que vendrá no es la paz sino el posterrorismo.