Mikel Buesa-Libertad Digital

La convocatoria de elecciones generales a lado de las municipales, autonómicas y europeas genera una curiosa situación en la que algunos actores no se atreven a desvelar su posición política y, con ello, se entra en un juego de apariencias e hipocresías que recuerda a aquella secuencia que rodó Narciso Ibáñez Serrador en Historias de la frivolidad, en la que iban apareciendo, en parejas heterosexuales, muy emperifollados, entrando unos por la puerta, otros por la ventana, o saliendo de un armario, diversos personajes que se dirigían unos a otros, mientras entregaban a su partenaire, diciendo: «Su señora, señor», a lo que el aludido, tomando la mano de su esposa, contestaba: «Gracias, señor». Porque, en esta coyuntura, después de una legislatura doblemente fallida —por Rajoy y por Sánchez— en la que los problemas políticos —todos, aunque principalmente el de Cataluña— no sólo no han alcanzado solución alguna, ni siquiera provisional, sino que se han enquistado y agravado aún más, el dilema de los electores es saber con qué partido se puede contar para enfilar, con visos de estabilidad y permanencia, las reformas institucionales que necesariamente habrá que abordar. Unas reformas que, a día de hoy, carecen de cualquier consenso y que pueden orientarse en sentidos opuestos, de manera que lo que se juega no es otra cosa que la continuidad del sistema constitucional de 1978 o su abandono para entrar en una deriva de desmembración del país unida, eventualmente, a una transformación revolucionaria.

Es en este contexto en el que llama enormemente la atención la posición de Ciudadanos cuando evita pronunciarse acerca de sus posibles pactos postelectorales —y por cierto también del PSOE, aunque en un sentido diferente, pues su hipocresía se concreta en que parece querer jugar en los dos campos, el constitucional y el disgregador, a la vez—. Ciudadanos, en efecto, da la impresión de que quiere mojar su tostada en todas las tazas, dependiendo de las circunstancias, dice, lo que le lleva a no excluir ninguna posibilidad ni a derecha ni a izquierda. Sus estrategas piensan que pueden competir en el centro –lo mismo que los del PSOE y también los del PP– sin desvelar a priori con quién se encontraría más cómodo para gobernar o ayudar a la gobernación. Todo les vale en ese centro gaseoso que han idealizado, salvo el doctor Sánchez. Y así, sotto voce, dicen a unos y a otros que pueden pactar con «el PSOE no sanchista», e incluso ponen nombres encima de la mesa como los de Emiliano García Page y Javier Lambán que, como sabe el lector, no han experimentado ningún rebozo en gobernar con Podemos, la izquierda antisistema que anima la secesión de Cataluña.

Pero resulta que no estamos en el momento de la hipocresía partidaria, de la apariencia política necesaria cuando todas las opciones relevantes comparten una misma aceptación del núcleo institucional de la gobernación. Lo de ahora es otra cosa, pues tras años de deterioro político es urgente recomponer ese núcleo y se quiera o no hay, como ya he dicho, dos proyectos que pugnan para establecerlo. Y ya a nadie se le oculta que, en uno de los polos –el contrario al 78– está actualmente instalado el PSOE, no porque sea sanchista –que lo es–, sino porque desde hace muchos años el socialismo se ha ido acercando a él hasta asumir sus esencias.

 

El partido socialista nunca perdonó a la derecha que le desalojara del poder en 1996, que después gobernara Aznar dando un vuelco reformista a las instituciones y que, tras las inanes legislaturas de Zapatero, fuera Rajoy el que recuperara el poder. Para el PSOE, la alternancia en la gobernación del país se concibe como una anomalía, tanto más cuanto que, en una deriva imparable, desde la excepcional coyuntura que marcó el 11-M en 2004 y que le dio la llave de La Moncloa, su proyecto político se ha ido deteriorando a medida que abandonaba sus viejas esencias socialdemócratas a la vez que incorporaba todos los ismos que la postmodernidad –y sobre todo la premodernidad, como ocurre con el nacionalismo periférico o con los residuos del marxismo que no se derribaron con el Muro de Berlín– iba poniendo sobre la arena. Zapatero, un político avezado en el maniobreo del aparato partidario, pero carente de solidez ideológica, hizo cristalizar esa deriva. Y fue Sánchez el que la recuperó hasta plasmarla en la formación de un Gobierno apoyado por diez partidos, todos ellos comprometidos en el derribo del sistema político.

Por tanto, el problema no es Sánchez. Es el PSOE. Es un partido que ya no resulta confiable por más que aún permanezcan en él las viejas glorias que se comprometieron en la construcción de una Constitución para todos –a izquierda y a derecha–, pero que a día de hoy carecen de cualquier influencia tanto sobre sus bases militantes como sobre su dirección. Se confunde Ciudadanos –creo que voluntaria y conscientemente– cuando hace matizaciones sin sentido entre el PSOE y sus dirigentes, Sánchez incluido. Y al confundirse, desorienta también a los posibles votantes. Su opción electoral, tal como se define en este momento, no es clara; y dado que estamos en una coyuntura crucial, creo a mi pesar que no resulta confiable.