Martín Alonso-El Correo

Los contenciosos identitarios se caracterizan por sobredosis de épica y anemia de sociología. La machacona invocación del ‘mandato popular’ en el juicio del procés coincide, no por casualidad, con la elipsis de sus antecedentes.

Uno de ellos remite a la escasa atención a las confluencias entre los nacionalismos ricos. En 2007, invocando el principio democrático, el lehendakari Ibarretxe anunciaba una consulta que debía culminar «en un referéndum resolutivo que plasme el ejercicio del derecho a decidir libremente nuestro futuro». En 2018, uno de sus asesores, Ramón Zallo, encomiaba el ‘procés’ porque «se ha basado en la legitimidad y la legalidad procesual, siguiendo la voluntad y el mandato populares». Añadía que: «el concepto del derecho a decidir […] algunos lo importamos […] a finales de los 90. […] Tiene la ventaja de que soslaya el enmarañado debate jurídico en torno a la autodeterminación para ir directamente al principio democrático. […] El derecho a decidir es un previo en el sentido de que no habría nada que no se pueda preguntar, ni que no se pueda decidir, ni proyecto democrático irrealizable, ni que esté fuera de la soberanía popular». En términos análogos, los acusados del ‘procés’ han contrapuesto el principio democrático al principio de legalidad violentando el supuesto fundamental de que no hay democracia al margen de la ley y del Estado de derecho. Como ha escrito Antoni Bayona, exletrado mayor del Parlament, la vía unilateral «significaba prescindir de un valor fundamental de un Estado, que es el valor del derecho. Y eso no lo ha hecho ni Escocia ni ningún otro país». Hasta un independentista influyente, Francesc-Marc Álvaro, criticó la declaración de independencia negando la existencia de un mandato democrático.

¿Qué razones explican que estas ideas manufacturadas en el País Vasco no tuvieran allí el desenlace que conocen en el exoasis catalán? Por un lado, la existencia de ETA; por otro, la eficacia de la maquinaria nacionalizadora puesta en marcha por Jordi Pujol. Dos ejemplos para lo último. Como es sabido, los apellidos más frecuentes en Cataluña no difieren de los del conjunto de España: García, Martínez, López, etc. Este dato haría prever una determinada distribución entre quienes se presentan como portavoces del mandato popular. Obsérvese, sin embargo, que los García abundan en los escalones inferiores de la estructura social pero ralean en el ‘estat major del procés’. Una muestra de patrimonialización étnica característica del nacionalismo de los ricos.

¿Qué decir del eslogan: ‘Els carrers seran sempre nostres’? La proclama designa un proceso de apropiación del espacio público común por un actor que se siente titular en virtud de atributos electivos. «És com si ens haguessin fet fora de casa», sentenciaba Marta Ferrusola al perder la Generalitat; Inés Arrimadas fue invitada a marcharse a Cádiz por Nuria de Gispert y Òmnium Cultural ocupó la calle Diputació con sillas y una pantalla gigante para escuchar en el juicio a su presidente, Jordi Cuixart. Este representó cabalmente el papel sacrificial/mesiánico/heroico/patriótico del líder carismático. Su posición sintoniza con un subsuelo emocional donde confluyen supremacismo y victimismo, según las necesidades. Los dos son tributarios de la lógica adversarial típica del nacionalpopulismo, que sitúa la carga de la prueba en la figura de un enemigo cincelado a medida. Esta lógica conduce a una polarización axiológica que desnata los superlativos para el grupo de referencia y los débitos para el adversario. Así, hasta Machado, Azaña y sus afines contemporáneos pueden ser incorporados al lote del franquismo-españolismo-fascismo, por citar una anécdota reciente.

En este esquema los encausados siguen la pauta inaugural de Jordi Pujol en el precedente reprimido del caso Banca Catalana (1984): desautorización de la justicia antes; y atribución de una legitimidad superior siempre. «De ética, moral y juego limpio hablaremos nosotros». Los procesados no han dejado de señalar la falta de legitimidad y el déficit de autoridad moral de los tribunales españoles. Acertaba José Antich, hoy periodista militante, cuando en la biografía de Pujol (1994) decía que «para el presidente de la Generalitat, el caso Catalana no morirá nunca». El asalto al Parlament en 1984 por los activistas nacionalistas convocados por los medios públicos preludiaba el monopolio de la calle y los medios que hemos conocido después. Como sentenció con afilada clarividencia Margarita Rivière en ‘Clave K’ (vetada durante años y crucial para entender la metamorfosis del ‘oasis’): «Cualquier situación desfavorable puede convertirse en oportunidad si se acierta en la dosis de savoir faire». El tratamiento mediático de Banca Catalana fue una obra maestra de ingeniería fake. Para el politólogo Gabriel Colomé, autor de La Cataluña insurgente, nos encontramos ahora en «el gran laboratorio del populismo posverdadero». Su logro principal es, replicando el ‘Pujol=Cataluña’, convertir al ‘nosotros’ (los secesionistas) en el nosotros (los catalanes). Ahí reside el secreto de la alquimia dialéctica del mandato popular, el pensamiento mágico del 80 % y la envolvente música plebiscitaria.

* Martín Alonso es autor de ‘El catalanismo del éxito al éxtasis’.