De los casi 17 años en que España ha contado con una ley de estabilidad presupuestaria, sólo en cinco el Senado ha tenido un papel tan pobre como el que Pedro Sánchez pretende asignarle ahora. Y no fue una etapa muy brillante. Fue, en concreto, en el período 2006–2011, cuando rigió la Ley 15/2006, promovida por José Luis Rodríguez Zapatero para reformar la norma original elaborada por José María Aznar en 2001.

No fue una etapa muy brillante porque en ese periodo se incubaron graves problemas en las finanzas públicas. Cuando se disparó el déficit, en 2009, los socialistas descubrieron que su reforma les habría privado de una herramienta esencial para controlar el gasto. En mayo de 2010, Manuel Chaves admitió ante Rosa Díez en el Congreso que al Ejecutivo le era imposible «imponer unilateralmente a las comunidades autónomas una reducción del gasto». Y la prima de riesgo se fue a las nubes.

Esta normativa fue una idea de Aznar, que le encargó una ley antidéficit a su equipo económico al iniciar su segundo mandato (2000-2004). La idea de fijar un objetivo antes de elaborar los presupuestos fue copiado de una ley danesa, según recuerda Elvira Rodríguez, secretaria de Estado de Presupuestos en esa época.

La estabilidad presupuestaria definida por Aznar recibió una crítica técnica y varias políticas. La técnica era que no admitía la estabilidad a lo largo del ciclo económico, es decir, operaba año a año y no compensaba déficits con superávits en periodos largos de tiempo.

Pero la queja real era que tanto la izquierda –que declaró la guerra a la idea del «déficit cero»– como las autonomías sentían que constreñían sus deseos. La Ley General de Estabilidad Presupuestaria (Ley 18/2001) fue recurrida por cinco comunidades autónomas. Tan sólo Cataluña presentó tres recursos contra ella. Zapatero cogió esa bandera y, en mayo de 2003, le prometió a sus aliados del PSC que lo primero que haría si ganaba las elecciones sería derogarla. Cuando ganó, le encargó a Pedro Solbes, que había elogiado la norma desde Bruselas, que la cambiara.

La ley de Aznar no contemplaba expresamente el veto del Senado a los objetivos de déficit, pero sí exigía que los aprobara con el Congreso. Nunca se dio el caso, pero los juristas creen que, de haberse dado un voto discrepante del Senado, se hubiera podido solventar mediante una negociación o, en el peor de los casos, de una votación del Congreso por mayoría absoluta o por mayoría simple transcurridos dos meses.

Zapatero, que veía que en el Senado no lo tenía fácil, prefirió asegurarse y determinó que, en caso de desacuerdo, el Congreso levantara el veto con mayoría simple. Lo hizo con una reforma incluida en una ley de acompañamiento a los Presupuestos, según relató años después Soraya Saénz de Santamaría en el Senado. En aquella sesión, la ex vicepresidenta denunció que «la voluntad de esta casa (el Senado) quedaba condicionada a una mayoría mínima en el Congreso».

Pero el arrinconamiento del Senado fue un daño colateral del error principal: la pérdida de control del gasto autonómico. En mayo de 2010, la ministra Elena Salgado se encontró con que no podía ordenar ajustes a las comunidades ni a los ayuntamientos. Fue ese el momento en que la teoría de Solbes de que era preferible que la estabilidad presupuestaria se asumiera «por convicción y no por coerción» se hundió.

Zapatero purgó sus errores con la reforma constitucional del verano de 2011 que el actual presidente ha criticado en numerosas ocasiones. Casi al mismo tiempo, el Tribunal Constitucional dictó su sentencia 134/2011 (nueve años y cuatro meses después) por la que desestimó el recurso del Parlamento de Cataluña contra la normativa de Aznar. Otras diez sentencias del TC rechazaron los restantes recursos de Cataluña y las demás comunidades autónomas.

Al PP le tocó desarrollar la nueva Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria que surgió del nuevo artículo 135 de la Constitución. La reforma resolvió un problema: ascendió el rango de la ley y permitió unificarla en un solo texto. En 2001, cuando Aznar dictó su ley tuvo que acompañarla de una ley orgánica (Ley Orgánica 5/2001) para «establecer mecanismos de coordinación entre la Hacienda Pública estatal y las de las Comunidades Autónomas en materia presupuestaria». Lo mismo tuvo que hacer Zapatero con su reforma en 2006 (Ley 15/2006 y Ley Orgánica 3/2006). En 2012 ya no fue necesario, toda la ley era orgánica.

El tiempo ha ido cambiando la forma de elaborar los Presupuestos. Hay quienes, para anular el papel del Senado, se aferran hoy mecánicamente a lo dispuesto en una Constitución, que fue redactada cuando ni siquiera se sabía cuántas comunidades iban a existir en España.

Además, la experiencia de la crisis dejó claro que era preciso implicar a las autonomías y entidades locales bajo el principio de estabilidad presupuestaria. Y por eso se dio protagonismo al Senado, definido como «cámara territorial» por la CE. En marzo de 2012, Saénz de Santamaría anunció que la nueva ley contemplaría «que el veto del Congreso valga lo mismo que el veto del Senado».

La proposición de reforma de la LOEPSF presentada por el grupo socialista, Podemos, ERC y Compromís propone volver a ley de Zapatero y devaluar el papel del Senado. Es aplicar la ley del péndulo, pasando del veto adquirido en 2012 a la irrelevancia que supone sortear su posición por una mayoría simple. En ese sentido, quizá sería más razonable volver a la redacción de la denostada ley de Aznar, que dejaría al Senado en pie de igualdad con otras leyes.

No parece lógico que el mismo PSOE que en su propuesta de reforma constitucional incluye que el Senado se convierta «en una auténtica Cámara territorial», lo arrincone porque le viene bien coyunturalmente.