IGNACIO CAMACHO-ABC

   El Rey esgrimió un relato de España como proyecto de éxito frente a la distorsión catastrofista del soberanismo BAJÓ el tono y sosegó el lenguaje, pero no banalizó el contenido. Era Nochebuena y no procedía invadir la cena de los españoles con el puñetazo en la mesa ni el rapapolvo preventivo; lo que había que proclamar en octubre, la defensa sin fisuras de la ley y del Estado, ya quedó dicho. El Rey eligió otro acento más conciliador y menos arisco para presentarse en los hogares con un discurso asertivo, con un relato esperanzado de España a la medida del nuevo patriotismo. Sin lanzar apelaciones al diálogo ni guiños al nacionalismo se esforzó en dejar claro que sin el retorno a la normalidad y el abandono del enfrentamiento no hay salida posible al conflicto. Y como si pudiese ver al otro lado de la cámara, como si estuviera en cualquier comedor de una Cataluña fracturada hasta en sus espacios más íntimos, se refirió a esa sociedad dividida donde las ideas distancian «a las familias y a los amigos». 

Felipe VI era consciente de que con la alocución de emergencia de octubre se había elevado el listón a sí mismo. Para bajar la tensión sin parecer arrepentido optó por desmontar el mito independentista de España como modelo colapsado, como país fallido. Su alocución fue un compendio de fe en la nación, un alegato de orgullo positivista que hace tiempo que falta en el debate político. Describió la España moderna como una historia de éxito, la de una democracia madura y a pesar de todo próspera, libre y plural, frente a la distorsión catastrofista con que la dibuja el soberanismo. Y estableció el verdadero paradigma de la cuestión al señalar la aventura separatista como el desvarío que aleja a los catalanes de ese proyecto de concordia para empobrecer su economía, involucionar su progreso, quebrar su civilidad y deteriorar su prestigio.

  Esa narrativa edificante de la españolidad, tan necesaria en la atmósfera nihilista de la política, otorga al monarca el liderazgo moral de la España de las banderas, la del reciente sentimiento colectivo –al que se refirió expresamente– que manifiesta el resurgir de una nueva conciencia. Ya lo había encarnado este otoño, cuando en el momento más crítico de la revuelta se puso al frente de esa reivindicación de ciudadanía igualitaria ante la que el Gobierno y los partidos constitucionalistas habían cerrado los ojos y plegado velas. El domingo volvió a asumir ese papel que nadie en la política parece dispuesto a desempeñar en la imprescindible batalla de las ideas: el de autoridad simbólica capaz de jugarse su posición en el compromiso con los valores de la convivencia. Hasta media docena de mensajes envió a los secesionistas, entre la exhortación y la advertencia, para que vuelvan a la senda correcta. En esta crisis cenital, que amenaza con destruir las bases del Estado, la Corona y la justicia son las únicas instituciones que están a altura no sólo de lo que representan, sino de lo que se espera de ellas.