El Rey urge a prestigiar unas instituciones que Podemos sigue deslegitimando

EL MUNDO 18/11/16
EDITORIAL

EL REY instó ayer a dignificar la vida pública, prestigiar las instituciones y combatir con firmeza la lacra de la corrupción en su discurso con motivo de la primera apertura solemne de una legislatura bajo su reinado. Dos años y medio después de su proclamación, se volvió a dirigir a todos los diputados y senadores reunidos en la Cámara Baja, salvo los de ERC y Bildu que se ausentaron como boicot a la Monarquía. Los parlamentarios de Podemos sí estuvieron presentes, aunque se negaron a saludar o aplaudir al Rey –incluso en su recuerdo a las víctimas del terrorismo–, exhibieron símbolos republicanos y calentaron las redes con algunos mensajes del todo extemporáneos. Un comportamiento pueril que demuestra mala educación y, lo que es peor, nulo respeto por las instituciones. No se puede pasar por alto que Don Felipe es el jefe del Estado y cumple estrictamente las funciones que le otorga la Constitución.

En este sentido, mucho más graves que los gestos para hacerse notar fueron las declaraciones de algunos dirigentes de la formación morada. Pablo Iglesias volvió a arremeter contra el sistema con un discurso falaz muy preocupante. En su habitual contraposición maniquea entre lo que llama «democracia real» y lo que, según él, no lo es, primero restó legitimidad al Rey por no haber sido elegido en las urnas, y después contrapuso el Parlamento y la calle, como esferas irreconciliables. Dentro del primero «están la crema y la nata de la sociedad; fuera, la gente normal», dijo socarrón. Nunca se insistirá lo suficiente en que los miembros de las Cortes, democráticamente elegidos, son los legítimos representantes de la soberanía nacional. Negar este fundamento de cualquier democracia representativa moderna, como hacen reiteradamente desde Podemos y sus confluencias, es socavar los cimientos del sistema de libertades y derechos políticos en el que vivimos.

Del mismo modo, es inquietante que casi un centenar de diputados transformaran ayer su ideario republicano en un nuevo intento de deslegitimación del actual jefe del Estado. Claro que el Rey es una figura que entronca con la Historia, hereditaria conforme a las reglas de derecho sucesorio de cualquier monarquía. Pero lo importante en el siglo XXI es que ostenta su cargo por una voluntad plenamente democrática recogida en la Constitución, que fue refrendada mayoritariamente por la ciudadanía. Y en tanto en cuanto España sea una Monarquía Parlamentaria, no sólo el Rey debe merecer respeto, es que tiene la obligación y toda la legitimidad para desempeñar su papel.

Así volvió a hacerlo en el acto de ayer, que, aunque tenía un carácter fundamentalmente protocolario, se vio realzado por las complejas circunstancias políticas que atravesamos. En primer lugar, porque ha sido extraordinariamente difícil el proceso hasta la investidura de nuevo de Rajoy como presidente, y, por tanto, que haya podido arrancar la legislatura como tal, con un Gobierno ya a pleno rendimiento. La repetición de elecciones y la anteposición de intereses partidistas y personalistas a los generales durante casi 10 meses, han provocado, en palabras de Don Felipe, «inquietud y malestar en nuestra sociedad, desencanto y distanciamiento de la vida política en muchos ciudadanos». No le falta razón, tal como evidencian las encuestas que reflejan el hastío con la clase política. Y, en segundo lugar, porque la alta fragmentación parlamentaria y la precariedad del Ejecutivo nos sitúan ante un escenario inédito. El Monarca apeló al «diálogo permanente, la responsabilidad y la generosidad», y pidió a la clase política «seriedad» ante los enormes desafíos.

No debieran caer en saco roto sus palabras, toda una enmienda a la insensatez que han tenido casi todos los partidos desde el 20-D. O ahora demuestran capacidad negociadora para no volver a caer en situaciones de parálisis y bloqueo, o la gobernabilidad será imposible.

También sería bueno que desde Cataluña recogieran el guante que el Rey lanzó al reiterar cómo nos fortalecemos en el reconocimiento de «nuestra diversidad». Una apelación a la convivencia que debe pasar, antes que nada, porque todos asuman las reglas del juego. Y eso implica también no deslegitimar gratuitamente las instituciones, lo que no está reñido con la necesidad de regenerarlas. Incluida la Monarquía, como el propio Don Felipe está haciendo para prestigiarla tras los escándalos que la salpicaron al final del reinado de su padre.