MANUEL MONTERO-El Correo

Una consecuencia de esta regresión al pensamiento monoconceptual consiste en imaginar que los problemas tienen soluciones sencillas

Asombra la precariedad argumental con que se ha desarrollado la crisis catalana. En ningún momento el independentismo ha intentado elevar el nivel, desarrollar algún razonamiento en el propio sentido del término. No ha abandonado los «España nos roba», «democracia española de baja calidad», «no nos dejan votar». Todo muy rudimentario: el nosotros/ellos, el victimismo. Ninguna respuesta racional a las críticas, ninguna autocrítica.

Constituye un caso extremo, pero si ha tenido éxito –dos millones de votantes subyugados por el simplismo– es porque lleva a sus últimas consecuencias mecanismos mentales que se van imponiendo. Sin llegar a tal grado de paranoia, encontramos por doquier similares estructuras interpretativas. Nuestra imagen de la sociedad ha dado en bipolar, reducidas al blanco y negro, al bueno y al malo. No hay matices, no hay grises, nosotros estamos en posesión de la verdad. Por una razón: porque somos nosotros. No hace falta demostrar más.

Manda la aversión al pensamiento complejo. Se impone la idea de que todo está construido sobre principios sencillos, simplones. Todo cabe en un lema mondo y lirondo. El eslogan ha dejado de resumir un ideario para convertirse en un programa completo y ya de paso en la ideología. No en su representación mediática o electoralista sino en toda la doctrina, incluyendo el posicionamiento, la actitud y, sobre todo, la condena, que no ha de faltar. Ejemplo: la derecha es de derechas, franquista por tanto. Proclama que uno está con los buenos y recuerda que «ellos» siguen siendo de lo que no hay. Si anuncias al mundo «nosotros somos vascos (y vascas)» queda evocado todo un mundo de pertenencias y exclusiones.

No es verosímil, pero si por un casual surgiese en este tiempo un ideólogo tipo Marx tendría que expresarse en tuits. Ahora bien, leer ‘El Capital’ en tan pequeñas dosis lo haría incomprensible, por lo que el ideólogo virtual ha de abandonar la complejidad argumental. Su habilidad consistirá en encadenar 140 caracteres, señalando sin género de dudas al enemigo y largándole insidias. Ejemplos: «el opio es la religión del pueblo», «la superestructura es una cabronada de la derecha para machacar a la gente», «echar a Rajoy», «España nos niega la libertad como pueblo», «la gente quiere políticas reales», «son franquistas», «no, lo siguiente». «La dictadura del proletariado empoderará a los círculos populares». Hoy, el pensador no necesita pensamiento sino un manual de frases encrespadas. A él le toca la simplificación y, si tiene el día, el tono cabreado necesario para escribir: «los españoles (salvo poquísimas excepciones) estamos de la monarquía borbónica hasta el gorro», que no requiere contraste con realidad alguna, pues un exabrupto se sostiene por sí mismo. El anonimato internético permite echar la piedra con rabia: otro la recogerá y arrojará de nuevo. Así, hasta hacer alud y sálvese quien pueda.

La reducción argumental viene de atrás. Una consecuencia de esta regresión al pensamiento monoconceptual consiste en imaginar que los problemas tienen soluciones sencillas. Si los predecesores no habían dado con la tecla se debe a su ausencia de agudeza o a su insensibilidad social. Por ejemplo, si no llega dinero para la política subvencional que empodere desfavorecidos se nacionaliza un banco y/o confisca a las empresas del Ibex 35, para devolver su dinero a la gente. Si luego tienen que cerrar o echar al personal, se deberá a la mala uva propia de los poderes fácticos, que no son unos angelitos precisamente, como para confiar en ellos para salir de la crisis. Cuanto más simplón es el argumento, más cala.

Sólo cuentan las intenciones solidarias, el buenismo y el deseo de solventar en un santiamén los problemas seculares. Otrosí, un poco de historia: los socialistas catalanes se desasosiegan con su Estatut, pues quieren ser más nacionalistas que los nacionalistas. No hay problema: llega Zapatero dispuesto a solventar en un plis plas y para siempre lo que no arreglaron tantas generaciones sin su altura de miras. Como deriva, se enreda todo hasta llegar a la mayor crisis para la unidad de España desde hace siglos, pero hay que ponerlo en el debe de los cerrilismos ajenos. No se pedirán cuentas a la iniciativa. Queda justificada por las buenas intenciones, de las que está el infierno lleno.

En el mundo utópico del pensamiento primario no hace falta conocer el asunto sobre el que se actúa ni prever que las decisiones pueden producir más efectos que los que se pretenden ni daños colaterales. Basta creer, desear, señalar al enemigo y lucir una inocencia voluntarista. ¿Qué puede salir mal si lo hacemos por amor a los vascos, a la gente, a Cataluña, a España? Acabaremos abrasados por tanto amor.

Genios tenemos que están convencidos de que han dado con la piedra filosofal para resolver nuestros problemas seculares, con una reforma compulsiva y unilateral de la Constitución. Ni se les ocurre que el procedimiento nos llevaría al desastre con celeridad inaudita. Provocarán la de Dios es Cristo y tras la hecatombe se quejarán de que la gente no respeta los dictámenes del profeta.

En plena mediocridad del pensamiento light se hace raro que las aventuras y desventuras de Puigdemont y compañía estén acabando en cataclismo. Y eso que aquí hay voluntarios a mansalva, prestos a apoyar las ocurrencias salvapatrias de las que ahondan cualquier problema hasta convertirlo en irresoluble: con buena voluntad, faltaría más.

El simplismo se horroriza si se aplica la ley, pero por lo que se ve funciona.