Mikel Buesa-Libertad Digital

Muy loables, sin duda, estos sentimientos de cólera y solidaridad. Pero tengo para mí que han llegado demasiado tarde, como tardía ha sido la renuncia de Múgica a su militancia partidaria.

No sé si será porque soy hijo de ferroviario por lo que no encuentro mejor metáfora para el caso de José María Múgica que la del viajero que llega tarde a la estación de la que ha partido su tren. Además, resulta que el convoy en el que tal vez debiera haber subido se había marchado hacía ya muchos años hacia un destino ignoto en el que, seguramente, se quedó varado, acumulando la herrumbre que se forma en el abandono y la nostalgia.

Múgica se topó el día de Nochebuena con la fotografía en la que Idoia Mendía, a la sazón secretaria general del Partido Socialista de Euskadi, compartía brindis con Arnaldo Otegi, exterrorista dirigente del fascio abertzale, además con el presidente del PNV y el líder vasco de Podemos. El Diario Vasco titulaba así el encuentro: «La mejor receta política». Un titular lleno de olvido, de descuido, de desmemoria, incomprensible en un medio cuya empresa editorial sufrió en repetidas ocasiones el embate del terrorismo etarra. Y tras sentir repleto el vaso de su indignación, José María Múgica pidió la baja en el PSE, dando por perdidos los cerca de cuarenta años de afiliación a la organización en la que, según señaló, «casi» había «nacido». Inmediatamente hizo pública su decisión señalando que «estamos asistiendo a una situación permanente de intentar el blanqueo del terrorismo», acusando a la secretaria Mendía de cruzar «una frontera que no se puede traspasar» y proclamando que tan indignante acontecimiento había tenido lugar «no en mi nombre».

Han sido varios los medios que han prestado su apoyo a Múgica y diversos los compañeros que han compartido su enojo expresándolo públicamente, aunque no así el secretario general del PSOE, pues el doctor Sánchez, en un ejercicio de cinismo, declaró no encontrar «elementos de polémica en la fotografía». Aquellos, para manifestar su incomodidad con la deriva del partido, han evocado acontecimientos pasados en los que miembros del partido socialista resultaron asesinados por los amigos de Otegi. Sus nombres, casi olvidados, han reverdecido ahora. Están Fernando Múgica, padre del protagonista de este desafecto; mi hermano Fernando Buesa, Juan María Jáuregui, Enrique Casas, Ernest Lluch, Joseba Pagazaurtundua e Isaías Carrasco, «asesinados por los compañeros de Otegi», como ha recordado en un sentido artículo Juan Carlos Rodríguez Ibarra»; «asesinados por defender las ideas que han hecho posible que el partido socialista siga vivo en el País Vasco».

Muy loables, sin duda, estos sentimientos de cólera y solidaridad. Pero tengo para mí que han llegado demasiado tarde, como tardía ha sido la renuncia de Múgica a su militancia partidaria. Porque el cabildeo entre los dirigentes socialistas vascos y, específicamente, Otegi acumulan ya una amplísima trayectoria que se remonta a los años en los que, ilegalizada Batasuna, el entonces presidente del Gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero, trataba de encontrar una vía para cerrar su negociación política con ETA. No mencionaré el caso de Jesús Eguiguren, conspirador en todos los fregados con terroristas, porque es ya un cero a la izquierda, pero sí el de Patxi López, que ahora ocupa puesto en la alta dirección del PSOE.

Fue a primeros de julio de 2006 cuando, en el contexto de las negociaciones secretas entre Zapatero y ETA, López tomó la decisión de reunirse para hablar de asuntos políticos con la dirección de Batasuna. Este partido, vinculado a la organización terrorista, se encontraba ilegalizado y sobre él pesaba la prohibición, dictada por el Tribunal Supremo, de realizar cualquier actividad política. Pero en aquel momento era crucial para el fascio abertzale salir del marasmo en el que le había metido la ilegalización; y para eso necesitaba legitimarse ante los actores institucionales. Poco tiempo antes, Arnaldo Otegi, Juan José Petricorena y Pernando Barrena, en tanto que máximos dirigentes del partido de ETA, se habían reunido con el lehendakari Ibarretxe, lo que dio lugar a una querella del Foro Ermua, que yo dirigía, contra todos ellos por un delito de desobediencia, que el 9 de junio del referido año fue admitida a trámite por el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. A pesar de este antecedente, Patxi López, acompañado de Rodolfo Ares, decidió mantener el seis de julio una reunión, en el Hotel Amara Plaza de San Sebastián, con el aludido Otegi, que en esta ocasión iba escoltado por Rufi Etxeberria y Olatz Dañobeitia.

Otegi salió encantado de la reunión, pues se habían satisfecho sus objetivos. Y declaró: «Se ha producido una foto de gran calado político y de importancia extrema». No en vano, Batasuna volvía a legitimarse como interlocutor ante el partido del Gobierno, a pesar estar ilegalizada. La reacción de López no fue menos entusiasta: «Es una foto inédita y extraordinaria», dijo; y añadió: «Si hasta hoy [los batasunos] han sido parte del problema, queremos que formen parte de la solución, que son tan necesarios como los demás para construir este país». Y, para rematar la faena, el entonces secretario de Organización del PSOE, José Blanco, se dirigió a los medios para puntualizar:

Si Batasuna es legal y en torno a una mesa plantea la reivindicación de la autodeterminación, se podrá dialogar sobre eso.

López, fiel ejecutor de las directrices de su partido, metió así al zorro dentro del gallinero y, desde entonces, ahí sigue. De nada valió la querella que, desde el Foro Ermua, también interpusimos contra él por colaborar en un delito de desobediencia –pues casi cuatro años después fue archivada por el Tribunal Supremo–. Los que entonces comprendimos que, desde el socialismo, se había dado un paso irreversible hacia la legitimación de las opciones políticas que buscaban la destrucción del sistema democrático, incluso con el empleo de la violencia y el crimen, acabamos arrumbados por el vértigo de los acontecimientos. Y hoy vivimos las consecuencias políticas de aquel desatino. Con nosotros no estaba José María Múgica. Ha llegado, como se ve, muy tarde, cuando el tren de la Historia ya había salido. Pero, en fin, ha llegado y, por eso, me permito darle la bienvenida, porque quizá en algún momento futuro, con su ayuda y la de muchos otros desencantados de la deriva del que ha sido su partido, tal vez podamos volver a reparar el daño causado a nuestra democracia.