Manuel Montero-El Correo

Un turista no mira, hace fotos. Lo importante es el selfi con la Gioconda. Lo mandas a los colegas y no lo iguala nadie. Tu cuñado te devuelve un selfi con Nefertiti, pero es antiguo

Está desapareciendo el turismo como actividad lúdica para ver otros sitios, gentes y culturas. Se convierte en una costumbre social que se justifica por sí misma. Lo de antes conllevaba curiosidad intelectual y ahora es otra cosa, pero conviene no ser drástico en el diagnóstico. Conceptualmente el turismo ha subido un grado, entrando en otra dimensión. Más sofisticada. Se ha sacudido las tramoyas superfluas, las chiribitas, para convertirse en una actividad pura, estilizada, en la que sólo queda lo esencial.

El turista de hoy no hace turismo, sino que tiene una experiencia turística. Lo de menos es a dónde va; si a Copenhague, Praga, Berlín o Rasputín de la Frontera. El destino sólo sirve para saber el precio de la hazaña, fabular sobre la pintoresca gastronomía y los monumentos que no cabe perder. Pero, en sí mismo, el sitio no afecta a la esencia de la experiencia turística, que será la misma, tal cual, en Roma o en Londres. Las diferencias son accesorias y desaparecerán una vez se consume el proceso de abstracción.

Da lo mismo Oslo, Zagreb o Bruselas. Has llegado la noche anterior, harto de las colas en el aeropuerto, la recogida de las maletas y del lío para coger taxi o autobús, con la sensación de que te han clavado aún más de lo que sugerían los blogs que has estudiado para la superexperiencia turística de tu vida. Pelillos a la mar. Madrugas y tras desayunar paracafé con cruasán o lo que sea -el progreso se ha ido cepillando las singularidades locales- te diriges al Louvre, la Acrópolis, la Grande Place, el Vaticano… Todos los destinos tienen su santo grial.

Según te aproximas al paraíso, lo notas: un inmenso gentío se dirige al mismo sitio. Desde todos los puntos cardinales. De todas las razas y pueblos. Sientes el griterío hispano, el orden de los alemanes, la alegría italiana… chinos, japoneses, checos, rusos, norteamericanos, ingleses, mexicanos… Estés donde estés, en Florencia, el palacio de Buckingham, el Kremlin… Ya da igual el sitio. No verás Venecia sino la gente aplastando los puentes de Venecia. O la multitud sobre las pirámides de Teotihuacán. Van grupos tras el/la guía que lleva un paraguas o una banderita. Toda una humanidad agrupada tribalmente hacia el monumento. Todos con su móvil haciendo fotos en las que salen multitudes encima de las piedras. Mandan selfis a los colegas, que se vengan enviando su selfi desde el gentío que rodea la torre Eiffel. Cada uno con su experiencia turística, pero compartiéndola en directo.

Luego, las dos horitas de cola para la entrada. Hace calor, pero pasa un propio, te vende una botella de agua recalentada a precio de la viuda de Clicot y como nuevo. Por fin entras en la catedral. Entusiasmo. Decenas de móviles se alzan para inmortalizar la vidriera. Así, en las fotos salen sobre todo manos con móviles. Da igual estar en el Taj Majal, Tiananmen o el Albaicín. Un turista no mira, hace fotos. Ya verá en casa lo que hay. Si tiene tiempo. Lo importante es el selfi con la Gioconda y la media docena de malayos y un ruso que posan a la vez. Lo mandas a los colegas y no lo iguala nadie. Tu cuñado, que ni sabes dónde está, te devuelve un selfi con Nefertiti, pero te das cuenta de que es del año pasado, pues ha engordado y ahora está como una foca. Se le nota quemado: la envidia. Tu experiencia turística no puede ir mejor.

Sigues en la catedral, en una concentración humana que ni cuando la torre de Babel, cantidad de idiomas que ni reconoces. El héroe es el guía, con ímprobos esfuerzos para explicar la dolorosa muerte de Juan de Austria a gente que no había oído nunca hablar de tal sujeto. Ni de los Austrias. Se conmueven al enterarse de que estuvo relacionada con las almorranas. Los chinos, japoneses y canadienses, apenados, se quedan con la impresión de que las hemorroides son la enfermedad mortal de las casas reales europeas. También los nuestros, estos satisfechos por la nueva.

Tras apreturas, empujones, explicaciones vidriosas sobre los santos que te miran con cara de cabreo y sobre los nobles enterrados -algunos no se lo merecían, según el guía, cada vez más vidrioso y patriótico- consigues salir del recinto. La masa de turistas se lanza sobre las cervezas que vende Ali Babá. Buena parte, sobre todo los prostáticos, al baño. Lo peor no es que te cobren, pues has asumido que estás allí para acabar con el déficit estatal en un santiamén, sino la cola, que con lo que cobran podían ampliar las instalaciones, olores aparte.

Todo llega en la vida y, aunque tarde, hay que comer. Para entonces en tu grupo ya ha quedado establecido: a) que los de ese país son raritos, pues no tienen pinchos ni cerveza en la barra; b) que no son una potencia gastronómica precisamente: la comida les sale grasienta. Indigesta. Ya lo dice tu cuñado: en Nápoles no saben hacer una pizza como la de Paco el de la esquina. Ni en Alemania unas buenas salchichas, les salen grasientas. La decisión es unánime: lo mejor, un sabor que te recuerde a casa, pues la comida autóctona queda bien sólo cuando la hacen fuera. A comer a un chino.

Entre el calor, la cerveza revenida, los rollitos de primavera, las colas, los museos y demás, acabas reventado. Llegas al hotel molido, pero antes de dormir mandas los mejores selfis. Tu cuñado te responde con fotos de gentíos sobre la torre de Pisa, la Casa Blanca y la momia de Lenin.

No es que tu cuñado se esté liando con su viaje. Sucede que va más avanzado en el turismo esencial: sabe disfrutar las masas y le da igual dónde está.